México vivió un presidencialismo extremo. Se decía entre bromas y veras que el presidente era el árbitro de la nación, el supremo guía del país, el receptáculo de los sentimientos de la patria y por ahí. Y en efecto, como lo desmenuzó Jorge Carpizo, ejerció facultades constitucionales y metaconstitucionales que desvirtuaron el sistema republicano.

Hay quienes señalan que ese régimen ya estaba diseñando, en germen, desde la Constitución de 1917, porque el llamado Primer Jefe Venustiano Carranza estaba convencido de la necesidad de un Ejecutivo fuerte. Pero creo que el asunto se selló con la creación del partido oficial, que hizo del titular del Ejecutivo la cúspide indiscutida de la pirámide de poder. No fue casual entonces que en el imaginario popular el Presidente lo fuera todo: benefactor o depredador, comprensivo o intolerante, dios o el diablo.

Tuvo sentido productivo en una etapa temprana para pacificar el país y empezar la institucionalización de la vida política, pero ya para la segunda mitad del siglo pasado fue claro que no solo ahogaba la vida política, sino que asfixiaba las expresiones sociales disidentes e incluso a las manifestaciones culturales novedosas. México y su diversidad no podían reconocerse en una sola voz, que por inercia deriva en autoritaria.

Pues bien, da la impresión que el Presidente añora aquella presidencia concentradora y vertical. Al parecer ensueña un ejecutivo todopoderoso, sin contrapesos institucionales y sociales, porque cree que en él encarna la voluntad popular y quienes se le oponen solo pueden hacerlo desde posiciones ilegítimas.

Y si a ello le sumamos que no valora lo construido en términos democráticos en los últimos años, su fascinación por el híper presidencialismo se refuerza. Porque la transición democrática que vivió México no solo abrió pasó al pluralismo político, amplió las libertades, balanceó a los poderes constitucionales, sino que acotó el poder presidencial y sacó de su órbita funciones estatales que no podía cumplir.

Caso paradigmático es el de las elecciones. Para ofrecer garantías de imparcialidad en la conducción de los comicios se diseñaron primero el Instituto Federal y luego el Instituto Nacional Electoral y los institutos locales. No se trató de una ocurrencia, sino de una necesidad que ponía en acto la diversidad política del país que estaba obligada a edificar una fórmula que permitiera su convivencia y competencia pacífica. Se requería de una institución no alineada ni con el gobierno ni con las oposiciones, una entidad estatal capaz de ofrecer garantías de integridad a todos y para ello resultaba necesario que fuera autónoma, porque la anterior receta había fracasado (las elecciones de 1988 expresaron el límite al que se había llegado).

Cuando el Presidente quiere aparecer ahora como el garante de la limpieza electoral, no asume que no tiene facultades constitucionales ni legales para ello. (En todo caso está obligado a ser coadyuvante del proceso como lo establecen las normas). Cuando arremete y da la señal para desatar una campaña contra el INE no se hace cargo que el Instituto tiene una misión estratégica y que vulnerarla desde el Ejecutivo puede tener costos mayores. Su conducta da la impresión de querer invadir o controlar un Instituto que por mandato constitucional está obligado a ser autónomo. Y con ello le hace un flaco favor al entramado democrático y a sí mismo.

Palpita en el discurso presidencial la intención de reconstruir una presidencia abrumadora, capaz de hacerse cargo de todo. No es sencillo (pero tampoco imposible), rehacer un híper presidencialismo por lo edificado en los últimos años, entre ellos una autoridad electoral autónoma. La pregunta clave es si ello conviene a un país masivo, moderno, diferenciado, contradictorio, en el que coexisten no solo diversos intereses e ideologías, sino incluso muy disparejas sensibilidades. Y mi respuesta es no. Sería una regresión que nos volvería a los tiempos de un autoritarismo que les costó a varias generaciones desmontar.

Profesor de la UNAM.

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