En un texto sobre el deterioro de la ciudad de México, Juan Villoro escribió: “Nuestra mejor forma de combatir el drama consiste en considerar que ya ocurrió: “Estuvo duro, pero la libramos”. Este peculiar engaño colectivo permite pensar que nos encontramos más allá del apocalipsis: somos el resultado y no la causa de los males…Lo decisivo es que nos sentimos del otro lado de la desgracia. Diferir la tragedia hacia un impreciso pasado es nuestra habitual terapia”. Y más adelante: “Amamos un terrible escenario, cuyos defectos atribuimos a un tiempo pretérito: vivimos los desastres como flashback…”. (“La desaparición del cielo”, en El vértigo horizontal. Almadía. El Colegio Nacional. 2018).
Destaco, para traer a tiempo presente, tres elementos: 1) El recurso de ver al pasado como una época ominosa. Una etapa que, por supuesto, se encuentra a nuestras espaldas y es fácilmente aborrecible. Es la explicación de todos nuestros males y desgracias. Y en efecto, dado que el tiempo es un continuum el presente no puede explicarse sin ese pasado que permanece de múltiples maneras. 2) Pero si solo nos vemos a nosotros mismos como “resultado” de ese pasado podemos omitir que lo que hagamos o dejemos de hacer será también “la causa de los males”. Es decir, la utilización del pasado puede ser una fórmula de evasión de las responsabilidades del presente. 3) La “terapia” de echarle la culpa al pasado, en estos momentos, ya no da más, porque la situación actual demanda respuestas inéditas que de no producirse convertirán al presente, en el pasado ominoso de las generaciones emergentes y futuras. Somos nosotros, a querer o no, el pasado de los más jóvenes. Y lo “peor” puede estar en el futuro inmediato.
El coronavirus y la recesión económica han remodelado el escenario y las expectativas. Es probable que no estuvieran en el guion de ninguno de los actores fundamentales de la política y la economía, y menos anudados. Pero hoy, no hay escape. O se les afronta o la cauda de destrucción será mayúscula.
La pandemia nos está acostumbrando a contar el número de infectados, hospitalizados y muertos. Ha obligado a cerrar escuelas, comercios, fábricas, talleres, changarros. Millones de personas se encuentran (nos encontramos) recluidas en sus casas. Y la incertidumbre y el temor flotan en el ambiente. Pero de lo que no hay duda es que sus estragos trascenderán el universo de la salud e impactarán con fuerza a la economía y las relaciones sociales. No se requiere ser un especialista para vislumbrar empresas de todo tipo y tamaño que no podrán reabrir sus puertas, ramas de producción y servicios que se verán adelgazadas, millones de trabajadores que caerán en el desempleo y la pérdida de salario de otro tanto, el crecimiento de las actividades informales cuyo volumen total, paradójicamente, también se verá disminuido. Porque cuando se intenta medir el decrecimiento del PIB de eso estamos hablando y aunque los cálculos varían no hay un solo analista reconocido que no dé por descontado una reducción de nuestra economía. Y por supuesto eso impactará al humor social, que será más irritado, más desencantado y amargo.
No resulta casual entonces que desde todos los ámbitos se eleven voces clamando por una política económica de emergencia. El Grupo Nuevo Curso de Desarrollo, el Consejo Consultivo Pensando en México, los economistas del BBVA, distintos partidos políticos, la OCED, la CEPAL, Paul Krugman, apuntan a la necesidad de un gran acuerdo nacional (para lo que se necesita diálogo no solo monólogo e imposición) tendiente a salvar empleos y empresas, sin debilitar los servicios estratégicos y generando políticas de atención para quienes viven al día, intentando que el temporal tenga el menor costo social posible. No parece, sin embargo, que el Presidente tenga cabal comprensión de la gravedad de la crisis combinada de salud y economía.
El presente se encuentra nublado y el futuro inmediato pinta peor. Seremos entonces, en unos años, ese infausto pasado que tan acostumbrados estamos a echar en cara.
Profesor de la UNAM.