El INE ha rendido buenas cuentas. Sin él, difícilmente las elecciones se hubieran asentado como el método aceptado por todos para contender por los cargos ejecutivos y legislativos. Y las elecciones están funcionando como un cauce eficiente para la expresión de los cambios en los humores públicos, al tiempo que permiten que la diversidad política pueda competir y convivir de manera pacífica e institucional. No obstante, hay quienes no ven con buenos ojos la autonomía que ejerce el Instituto y ensueñan una institución alineada con el gobierno. No toman en cuenta que la cualidad fundamental y necesaria del INE es la de ser un organismo que debe ofrecer garantías de imparcialidad a todos los contendientes y que, si ello no sucede, no solo la conflictividad será mayor, sino que lo que debe ser un expediente legitimador de los gobiernos y los legislativos puede trocarse en su contrario.
Hay otros, sin embargo, que, de buena fe, cuestionan el presupuesto de la Institución y quizá, por ello, sea pertinente ilustrar en qué se aplica lo fundamental del mismo. El INE presentó un anteproyecto para el año 2020 de 12 mil 493 millones de pesos. Y la Cámara de Diputados decidió recortarle mil 72.
Tres de cada diez pesos del presupuesto se destinan a la actualización del padrón y la entrega de las credenciales de elector. Más de 90 millones de ciudadanos están inscritos y ese listado debe ser actualizado de manera permanente. El INE calcula que en 2020 expedirá alrededor de 16 millones de credenciales. Y la red de módulos tiene que extenderse a lo largo y ancho del país. Es el rubro donde se concentra la mayor erogación. Pero cabe preguntarse: ¿se trata de un gasto solamente electoral? Porque la credencial se ha convertido de facto en la cédula de identidad ciudadana. Para cobrar un cheque, pasar la seguridad en el aeropuerto o inscribir a un niño a la escuela, las personas se identifican con “su INE”. De tal suerte que dicho gasto no debiera computarse solamente como electoral.
El 22 por ciento del presupuesto se destina a los órganos desconcentrados y ellos no son un capricho del INE. Dado que las elecciones no se pueden operar desde Tlalpan, la ley establece la existencia de 32 juntas locales (una por entidad) y 300 juntas distritales (una por distrito). Se trata, en lo fundamental, de los funcionarios profesionales que hacen posible la realización de las tareas encomendadas al Instituto, un cuerpo permanente (a diferencia de lo que sucedía antes de la creación del IFE en la que los funcionarios de la Comisión Federal Electoral eran de “temporal”), cuya lealtad está con la Institución y con nadie más.
Dos importantes tareas que ahora realiza el INE y que antes no hacía el IFE requieren de casi un 9 por ciento del presupuesto. Se trata de la fiscalización de los recursos de los partidos (antes solo era a nivel federal y ahora también local y en todos los procesos electorales) y de la administración, pautado y monitoreo de la presencia de las instituciones electorales y los partidos en radio y televisión. Dos tareas con enormes grados de complejidad que se encuentran en el nuevo catálogo de funciones del INE.
Pero pensemos además en todos los candados construidos para que los procesos electorales sean equitativos y libres: las listas de electores con fotografía que se entregan a los representantes de partidos para que en cada casilla puedan checar los datos y el rostro de los votantes; las boletas impresas en papel seguridad para que no puedan ser falsificadas; el sorteo y capacitación de los funcionarios de casilla (cientos de miles) para inyectar confianza en el conteo de la votación; y súmele usted. Procedimientos edificados en un mar de suspicacias para construir, eslabón tras eslabón, la necesaria confianza en las elecciones. Y para todo ello se requieren recursos. Se trata de una inversión no de un gasto. ¿Porque cuánto le costaría al país volver a las elecciones impugnadas? Así que lo mejor es no jugar a desmantelar lo que tantos esfuerzos costó construir.
Profesor de la UNAM