Lo que está en juego y se ha estado jugando en los últimos años en México es si la germinal democracia, que a lo largo de varias décadas y generaciones forjó el país, resistirá las embestidas del autoritarismo presidencial y su coalición.
Por fortuna el oficialismo no está solo en el escenario. Normas, instituciones, partidos, actores sociales, porciones de los medios y las redes, resisten. Son la expresión del México diverso que no quiere (y espero que no pueda) ser alineado a una sola voluntad.
No debería a estas alturas quedar duda de ello. Si por el presidente fuera México debería renunciar a la división de poderes, cancelar los órganos autónomos del Estado, reducir a su mínima expresión a los partidos opositores y a las agrupaciones de la sociedad, para lograr que los deseos del presidente (que según él y los suyos expresa sin mediaciones los intereses del pueblo) no encontraran obstáculos y pudieran desplegarse sin las molestias que derivan del diseño republicano.
Un nuevo episodio, sin duda elocuente, ilustra lo anterior. El jueves 18 de mayo la Corte declaró inconstitucional el decreto presidencial por medio del cual las obras del gobierno eran consideradas de “seguridad nacional”, de lo que se derivaba su plena opacidad, porque nadie podía requerir información sobre ellas. La controversia constitucional había sido planteada por el Inai, porque por donde se le mire no hay razón para que a la obra pública se le exente de ofrecer información.
Pues bien, como si la Corte fuera un adorno, como si las resoluciones de la misma no obligaran al titular del Ejecutivo, el presidente publicó, ese mismo día, en el Diario Oficial un “nuevo decreto”, prácticamente igual que el anterior. Lo cito en extenso, disculpen: “Son de seguridad nacional y de interés público la construcción, funcionamiento, mantenimiento, operación, infraestructura, los espacios, bienes de interés público, ejecución y administración de la infraestructura de transporte, de servicios y polos de desarrollo para el bienestar y equipo tanto del Tren Maya como del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, y los aeropuertos de Palenque, Chiapas; de Chetumal y de Tulum, Quintana Roo…”.
Esa insistencia ha hecho que muchos se pregunten, con razón, ¿qué están escondiendo? ¿por qué esa obstinación por correr un manto de opacidad a lo que debería, por ley, ser transparente? Son, sin duda, preguntas pertinentes. Pero lo más grave es que al parecer el presidente no entiende o no quiere entender que no es (todavía) un sultán ni un monarca absoluto; que está obligado a ceñirse a la Constitución y las leyes, que no es el único poder estatal, sino que convive, si se quiere en tensión, con otros; que las resoluciones de la Corte no son optativas; y que se corre el riesgo de que su poder, pueda mutar y convertirse de legítimo en ilegítimo.
En esas estamos. Y el asunto no es uno más. Nos estamos jugando el futuro: o México va a procesar su vida política, nuestra vida en común, en un marco democrático o, por el contrario, en uno autoritario. Ello dependerá como se apuntaba al inicio de que lo construido con antelación resista. Contamos con una Constitución democrática, una Corte independiente y tribunales, minorías congresuales, el INE y el Inai, gobiernos estatales y municipales no alineados, partidos y un archipiélago de agrupaciones sociales, medios autónomos y los circuitos de comunicación de las redes, y súmele usted. No es poco. Pero al presidente no le gustan.