Alejandro Hope, extrañaremos su conocimiento
No fue un episodio más. Estamos frente a la lumpenización de la política, la degradación de las instituciones, el imperio del capricho. Lo que observamos los últimos días de sesiones del Congreso es algo mucho más que una alarma.
Legislar tiene su chiste si se quiere hacerlo con todas las de la ley. Hay reglas. Si el procedimiento legislativo es violado, lo “aprobado” puede y debe ser anulado por la Corte. En esas estamos. Una serie de reformas legales cuya validez tristemente tendrá que ser resuelta por el máximo tribunal del país. No recuerdo una época reciente en la que el desaseo en las Cámaras haya sido mayor y que por ello lo aprobado se encuentre en un tenso suspenso. Es necesario evitar lo que se temía desde los griegos, que la democracia se convirtiera en oclocracia, es decir, en el gobierno tiránico de la mayoría, como si las minorías no existieran y carecieran de derechos.
Hay múltiples límites (normativos, institucionales, procedimentales) a los caprichos de la mayoría porque se sabe de los excesos a los que una sola voluntad puede llegar. Uno de esos límites —estratégico— es del procedimiento que puede convertir una iniciativa en ley. Un procedimiento que si se vulnera erosiona la legitimidad de las normas. No es un asunto técnico solamente sino profundamente político porque impacta negativamente a las nuevas disposiciones y a las relaciones entre los actores de la política. Ya se sabe, si las reglas no se cumplen, estamos ante la fuerza ilegítima y discrecional del número.
Primero fue la Cámara de Diputados el 26 de abril. Una aprobación maquinal, una tras otra. Votaron la Ley General de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación; eliminaron la Financiera Nacional de Desarrollo Agropecuario; desaparecieron el Insabi; aumentaron las atribuciones de la Secretaría de la Función Pública; reforzaron el control militar del espacio aéreo y no le sigo. Y todo ello prácticamente sin debate y sin cumplir con el procedimiento legislativo. Éste no es una excentricidad sino un requisito indispensable: presentada la iniciativa debe turnarse para su estudio en comisiones y luego, de ahí, se envía al pleno para su discusión y aprobación. La buena práctica parlamentaria además induce a consultas con los involucrados y a sesiones de parlamento abierto para enriquecer las iniciativas con el conocimiento de muy diversos actores. Esos eslabones no se cumplieron y se actuó como si en la Cámara hubiera una sola voz.
Algunos (ingenuos) pensábamos que la Cámara de Senadores por lo menos se daría tiempo para procesar de manera más decorosa esos proyectos. Pero el viernes 28 de abril fuimos testigos de una sesión, en recinto alternativo, sin presencia de las bancadas opositoras ¿y sin quorum en su instalación?, que aprobó una tras otra, como si fuera un expediente rutinario, todo lo que había recibido de la “colegisladora”.
La catarata de impugnaciones que ya despunta será tal que a querer o no la Corte tendrá un gran “paquete”. Y en sus manos está enviar un mensaje inequívoco: que los procesamientos legislativos no son un adorno, sino sustantivos si se desea que las leyes y sus reformas tengan legitimidad. Si declarara inconstitucionales esas reformas, como ya ha sucedido en el pasado, por violaciones flagrantes al procedimiento, estaría reforzando un precedente, elevando el nivel de exigencia al Congreso y obligando a que los legisladores lo sean en verdad. Porque en democracia hay reglas y si éstas se violan no hay democracia.