Cuando me mostraron el cuadro que en una “mañanera” había presentado María Elena Álvarez Buylla primero creí que era una broma, y luego me recordó los organigramas delirantes de la época stalinista.

Lo recuerdo: en el centro aparece el CIDE y a sus flancos, ligados a ese perverso centro, por unas flechas, entidades tan sospechosas como la UNAM, el INE, la Universidad de Guadalajara, el Instituto de Investigaciones Jurídicas, el INAI, el Tec de Monterrey, la Red ProCiencia, Mexicanos Unidos contra la Corrupción y nueve publicaciones. Y por supuesto en cada una de esas dependencias aparecen los nombres de quienes las encabezaron o colaboraron en ellas.

Digo que primero esbocé una sonrisa y empecé a tararear aquello de “Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé, Bernabé le pegó a Muchilanga…”. Unas relaciones de colaboración académica naturales e incluso deseables convertidas en ligas perversas, porque el título de la gráfica era “CPI neoliberales: desvíos de funciones. Redes de intereses creados”.

Así “descubrían” la KGB y la Stasi las supuestas redes de conspiradores que tramaban acciones contra el Proletariado, la Patria o el Partido. Relaciones de amistad, de trabajo, familiares, o de colaboración entre colectivos, instituciones y grupos, se convertían, gracias al resorte paranoico, en tramas de conjurados. Aquellas eran auténticas agencias de “inteligencia”, es decir, de terror para los ciudadanos, y ver ese método expuesto por la titular del Conacyt, la agencia estatal para el desarrollo de la ciencia y la tecnología, no puede ser tratado como si fuera una ocurrencia más.

Estamos ante funcionarios que conjugan buenas dosis de memez y perversidad. Lo primero, porque dudo que alguien con tres dedos de frente pueda observar en el cuadro presentado algo más que nexos venturosos entre instituciones que suman esfuerzos. Y perversos porque es su retórica la que convierte esas ligas naturales, en “desvíos de funciones y redes de intereses creados”.

Hace apenas unos días leía un interesante y documentado libro sobre teorías de conspiración (Bad hombres, de Gonzalo Soltero. Ed. Festina. UAM. México. 2022), en el que un punto clave de esos delirios consiste en construir narrativamente un ellos maligno. Citando a Peter Knight, Soltero escribe: se trata de “una explicación popular sobre los mecanismos del poder, la responsabilidad y la causalidad en el desarrollo de ciertos acontecimientos que culpa del indeseable estado actual de las cosas a una conspiración concertada por un grupo secreto”. Se trata, por supuesto, de seudo explicaciones y seudo causalidades pero que inducen a “que las personas tomen partido”. Son narraciones impostadas, construidas a modo con retazos de la realidad, cuya finalidad es desacreditar a unos y estimular a otros en contra de conspiradores pérfidos. Es una forma de “producir esclarecimiento” frente al “caos de la existencia”.

Casi al final del libro de Timothy Garton Ash producto de su inmersión a los documentos de la Stasi (El expediente. Tusquets. 1999), y preocupado porque uno de los resortes que alimentó a esa siniestra agencia fue el de creer que había una sola forma correcta de pensar, de actuar y de alinearse en política, recuperó una frase de Isaiah Berlin: “Ser consciente del valor relativo de las convicciones propias, y aun así defenderlas con resolución, es lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro”. Y la palabra clave no es convicciones, sino valor relativo.

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