En democracia, se supone, el debate público no solo hace aflorar las diferentes visiones y propuestas que existen en la sociedad, sino que puede ayudar a ilustrar la complejidad de los problemas que se afrontan y sus eventuales soluciones. De eso, en teoría, se beneficiarían todos: gobierno y oposiciones y también y, sobre todo, los ciudadanos interesados en la vida pública. Esa elevación de la comprensión construiría un espacio para la discusión y el acuerdo, para afinar los diagnósticos y las recetas, en una palabra, para inyectar razones e incluso sutileza a los acuerdos y desacuerdos.
Pero, como estamos viendo, el debate público no solo puede adelgazarse, empobrecerse, sino convertirse en lo contrario de lo que debe ser y producir. Nuestro debate, si es que así se le puede llamar, semeja una alharaca de monólogos autosuficientes encerrados en sí mismos que solo generan descalificaciones que nublan la comprensión de los asuntos públicos, construye contendientes a modo, simplificando la complejidad y presagiando una espiral de desencuentros sin fin y una política conducida a ciegas o con la sagacidad propia del capricho.
¿Cómo llegamos a ello? No resulta sencilla la respuesta, pero creo que la responsabilidad fundamental se encuentra en el discurso presidencial. Jamás se le ha escuchado una contra argumentación. Es decir, el intento por comprender un razonamiento contrario a sus convicciones, analizarlo en serio, desmenuzarlo, demostrar que lo entiende y valora, contradecirlo, desmontarlo aportando información o una plataforma de observación alternativa. No. Lo suyo son los adjetivos que descalifican y con ello da por saldado el asunto. Como si sus verdades fueran Las Verdades, como si su razonamiento fuera el único posible, como si las cosas fueran transparentes y contundentes.
El problema mayor es que esa retórica parece darle frutos. Ha construido un relato con puentes deficientes con la realidad pero que encuentra legiones de seguidores. Liberales contra conservadores, la mafia en el poder contra el pueblo, y sígale usted. Ese maniqueísmo exacerbado no produce conocimiento de lo que está en juego en cada una de las políticas, no ayuda a entender la densidad de nuestros retos e impide una discusión medianamente racional e ilustrada. Pero eso sí, crea un ejército de seguidores fieles y entusiastas.
El asunto se complica porque las oposiciones partidistas, a pesar de sus esfuerzos, no logran ocupar el centro de la atención pública y las organizaciones civiles, los medios y la academia difícilmente pueden adquirir la centralidad del titular del poder Ejecutivo.
Y si a ello sumamos el universo de las redes, el círculo vicioso parece cerrarse. Un paseo superficial por Twitter ilustra de manera inmejorable la substitución del debate racional por la diatriba descalificadora. Cierto, no faltan los tuiteros que hacen un esfuerzo más que loable por desarrollar sus argumentos, presentar evidencias, argumentar con respeto y tratar de clarificar el punto; pero la inmensa mayoría de esa feria de egos enfebrecidos solo tiene un arsenal de adjetivos para adherirse a los suyos y combatir a los que piensan diferente a ellos.
Como si sus “verdades” fueran evidentes, como si las intenciones de sus adversarios siempre fueran aviesas, como si alinearse acríticamente en el bando de sus preferencias les otorgara superioridad moral. Convirtiéndose así en un espacio tóxico en el que cada cual reafirma sus certezas, impidiendo el flujo de un auténtico debate.
La situación del país no pinta bien. Eso lo sabe cualquiera dispuesto a tomar nota de los efectos de las crisis combinadas de salud y económica (con derivaciones más que inicuas en el terreno social). Quizá lo primero que deberíamos intentar es abrir las posibilidades francas de un debate en el cual los análisis fundados, los planteamientos informados y los argumentos y las pruebas estuvieran en el centro. Piensen nada más en lo que sería el ruido de las redes sin calificativos o el discurso presidencial sin adjetivos.
Profesor de la UNAM