Si el nuevo gobierno, empezando por la presidenta y sus colaboradores, asumieran dos nociones elementales, transparentes y lógicas, pero fundamentales, el clima intelectual que se respira sería otro, para mejor. Creo, incluso, que no debería resultarles demasiado difícil, porque lo saben, lo viven y lo han leído, pero al parecer una retórica facilista y por desgracia exitosa, no les permite asumirlo.

1. En ellos no encarna el pueblo. No son su expresión ni sus representantes directos. Tienen frente a sí las evidencias suficientes para constatar que en ese pueblo existen intereses, ideologías, credos, exigencias, e incluso sensibilidades diversas y en muchos terrenos encontrados. Nadie inventó esa diversidad, está ahí para quien quiera verla, se expresa todos los días en torno a los más disímiles temas, y negarla solo aceita resortes autoritarios.

Tampoco los resultados electorales legitiman esa usurpación de una representación inexistente. Como se sabe, en las elecciones legislativas, Morena y sus aliados lograron entre el 54 y 56% de los votos, lo que quiere decir que casi la mitad de los ciudadanos no lo hizo por ellos.

No obstante, ese resorte en principio retórico, y que al parecer de manera enajenada algunos empiezan a creer, no resulta inane ni fútil. Cuando cualquiera cree que habla por esa masa millonaria, amorfa, contradictoria, como si se tratara de un bloque claramente delimitado, uniforme y unificado, entonces abre la puerta para que cualquier capricho u ocurrencia pueda ser presentado como la aspiración del pueblo.

Estoy seguro de que varios de los que utilizan ese recurso saben que es eso, una fórmula oratoria que de ninguna manera puede considerarse verdad. Pero su reiterado uso en el debate político hace un daño mayúsculo, porque con él se borra la pluralidad de diagnósticos y propuestas y algunos incluso creen que con él proyectan una superioridad moral también autoconstruida. “Somos los representantes del pueblo” cantan con jactancia y una buena dosis de tontería, lo cual los vuelve impermeables a los otros.

2. Los otros existen legítimamente. Hay algo más que pueden constatar todos los días. Conviven, aunque no quieran, con partidos, agrupaciones civiles, medios de comunicación, periodistas, académicos, amas de casa, campesinos, obreros, que no comparten sus puntos de vista ni sus políticas. Solo desde la ceguera más profunda se puede negar esa realidad del tamaño del Océano Pacífico.

Imagino que eso no se atreven a negarlo, por lo menos los menos cerriles. Pero, no les conceden legitimidad. Ese es el problema. Se les trata como si fueran la encarnación del antipueblo, por el simple y contundente hecho de no alinearse con la voluntad gubernamental. Ese credo de que solo existe una verdad sobre la realidad, una sola fórmula para resolver los problemas, una sola forma correcta de pensar, es la puerta de franca entrada al autoritarismo.

Esa sigue siendo la diferencia fundamental entre los regímenes democráticos y los autoritarios. Mientras los primeros valoran la diversidad y asumen que es parte de la riqueza de la sociedad y edifican normas e instituciones para su convivencia y competencia pacífica; los segundos creen o acaban creyendo que son poseedores únicos de la verdad y la virtud, y que por ello pueden prescindir de los otros, ignorarlos y en el extremo, marginarlos, perseguirlos o aniquilarlos.

Se trata de dos consejos no pedidos, pero que (creo) mejorarían nuestra obligada convivencia.

Profesor de la UNAM

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