El desacato a la Constitución por parte de la autoridad es quizá lo más grave que puede suceder en los marcos de un Estado presuntamente democrático. “La dictadura moderna…se instaura de facto y…la extensión de su poder no está predeterminada por la Constitución: su poder no sufre límites jurídicos”. Eso escribe Mario Stoppino en el Diccionario de política de Bobbio y Matteucci (Siglo XXI. 1981). Y es que la gran diferencia entre los gobiernos democráticos y los dictatoriales reside ahí: mientras los primeros tienen una serie de facultades y limitaciones regulados por un marco constitucional y legal, los segundos extienden su poder sin límites o pasando por encima de las normas que lo constriñen.
Esto último no es un asunto menor ni una travesura infantil. Es la diferencia entre la certeza que inyecta una autoridad que trabaja en el marco de la ley o, por el contrario, la incertidumbre que irradia el capricho; y más importante aún, en el primer caso, los ciudadanos están protegidos de los eventuales excesos de la autoridad, en el segundo, pueden ser atropellados sin consecuencias. La democracia es un régimen que reconoce y tutela los derechos de las personas mientras la dictadura pasa por encima de ellos.
Esa aparente introducción al civismo viene a cuento porque el gobierno actúa como si la Constitución no existiera. Si el artículo 35 establece que no pueden realizarse consultas para “la restricción de los derechos humanos…la seguridad nacional y la organización, funcionamiento y disciplina de las Fuerzas Armadas”, el presidente decide que se le preguntará a la ciudadanía sobre la Guardia Nacional y las Fuerzas Armadas. Si la Constitución instituye que las consultas las debe organizar el INE, el presidente le ordena al secretario de Gobernación que haga esa tarea (para la cual no tiene facultades). Si la Constitución dice, sin lugar a dudas, que la Guardia Nacional es una institución de carácter civil, el presidente y el Congreso, como su cómplice, la adscriben a la Secretaría de la Defensa.
Es decir, al derecho lo convierten en papel mojado. Es para ellos no la base de nuestra convivencia sino un estorbo para el despliegue de sus deseos. Pero en democracia, como se sabe, el poder no solo debe estar regulado sino también fragmentado. No lo concentra una sola institución y menos una sola persona. Y ahora, cuando se pretende ampliar el plazo establecido para que las Fuerzas Armadas continúen haciendo tareas de seguridad pública, y la iniciativa no encuentra los votos suficientes en el Legislativo, entonces, como se apuntaba, se recurre a una consulta patito, o para decirlo de otra manera, se vulneran las facultades de uno de los poderes de la unión (el Congreso), que, por lo pronto, se supone, está procesando esa iniciativa.
Todo ello, el motivo y tema de la consulta, la habilitación de la Secretaría de Gobernación como autoridad electoral y el desplazamiento del INE, la adscripción de la Guardia Nacional a la Sedena, la obstrucción a los trabajos del Congreso, seguramente serán impugnados ante la Corte, que si es tal tendrá que refrendar que las normas de la Constitución no son opcionales ni un adorno. El país se encuentra en una pendiente más que peligrosa, alarmante: la de un gobierno que viola la Constitución y no reconoce la división de poderes. Vuelvo a Stoppino: “El gobierno dictatorial no está frenado por la ley, está por encima de ella y traduce en ley su propia voluntad”.
Profesor de la UNAM
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