¿Qué sentido tiene una reforma electoral sin consenso? ¿Aprobada con calzador? ¿Qué está generando un alud de impugnaciones en la Corte y los tribunales? ¿Qué es en sí misma fuente de tensiones y conflictos evitables?
No se entiende. Si algo venturoso sucedió en las últimas cuatro reformas político-electorales (1994, 1996, 2007 y 2014), es que fueron resultado de fructíferas negociaciones, lo que permitió que los procesos electorales, de arranque, contaran con el aval a las normas de las principales fuerzas políticas. Fueron reformas que buscaron y lograron el consenso porque asumieron que una de las reglas de oro en materia comicial es que todos los jugadores estén de acuerdo con las pautas. Hoy, sin embargo, estamos a punto de observar la culminación de una operación legislativa que transcurrió sin diagnóstico, sin debate y sin búsqueda de acuerdos.
Lo óptimo sería que el Senado frenara la pretensión de destruir mucho de lo construido. No obstante, lo más probable es que en los primeros días de febrero se termine por aprobar el manojo de reformas legales que atentan contra el arreglo democrático; lo que disparará diversos litigios judiciales, activados por distintos actores e instituciones. Partidos, minorías parlamentarias, el INE, los trabajadores del Instituto y organizaciones civiles interpondrán una batería de recursos ante la Corte, el Tribunal Electoral y otros tribunales. Así, lo que debería ser el basamento de nuestro sistema de competencia-convivencia de la pluralidad se convertirá en un nuevo elemento de fractura. No veo ganadores.
No falta, sin embargo, quien afirma que no es para tanto, subestimando el efecto destructor de la reforma. Un solo ejemplo (pero transcendente) puede ilustrar cómo se alteraría hasta grados más que preocupantes el funcionamiento del INE. La organización del Instituto es piramidal por necesidad. Su estructura operativa consta de una Junta General Ejecutiva, 32 juntas locales y 300 distritales. La primera, cabeza de las tareas ejecutivas, se encuentra en la ciudad de México, las 32 juntas locales, una en cada capital de entidad y las 300 distritales en las 300 demarcaciones en las que se divide el territorio nacional para fines electorales. Sobra decir que los comicios no se operan en Tlalpan, sino en los 300 distritos.
Esas 300 juntas están integradas por cinco vocalías: ejecutiva, secretarial, de capacitación, de organización y del Registro Federal de Electores. Esos vocales ingresan al INE por concurso, son evaluados cada año y forman parte de un sistema profesional, la columna vertebral de la Institución. Sus destrezas son las que hacen posible que las elecciones se realicen con profesionalismo e imparcialidad, y se ha logrado que su compromiso sea con el INE y con nadie más.
Pues bien, la reforma acaba con esas juntas y las substituye por un solo “vocal operativo”, que imaginan, quienes elaboraron las nuevas disposiciones, que podrá encargarse de tareas tan diversas como la puesta al día del padrón y la entrega de credenciales, la organización de la logística del día de la elección, la capacitación de los ciudadanos que operan las casillas, la representación del Instituto, la presidencia del Consejo Local, entre otras. No solo perderán su empleo el 80 por ciento de los vocales de las Juntas, sino que con ellos el INE resentirá el desperdicio del conocimiento y las habilidades que solo ellos poseen.
Como diría el clásico: ¿pero qué necesidad… de destruir lo que funciona?
Profesor de la UNAM
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