¿Alguien piensa que se hubiera despenalizado el aborto en distintos estados sin la acción decidida de las agrupaciones feministas? ¿Creen que el acceso a la información pública, durante décadas clausurado, hubiera sido posible sin el diagnóstico y el reclamo de académicos y periodistas organizados? ¿No es cierto que el tema de los derechos humanos se colocó en el centro de la agenda nacional gracias a las asociaciones de activistas y familiares de aquellos que habían sido desde maltratados hasta asesinados por las llamadas fuerzas del orden? ¿La preocupación por el medio ambiente y la sustentabilidad de los recursos naturales no se abrió paso gracias a los auténticos ecologistas que llamaron la atención sobre la irracional devastación de nuestro hábitat? ¿Cuántas reformas en materia electoral se deben al empuje de los grupos de observadores que detectaron eslabones débiles en las cadenas comiciales y demandaron reformas puntuales?
Esas agrupaciones incluso fueron coadyuvantes en la creación de algunas instituciones estatales -autónomas-. Las comisiones de derechos humanos, el INAI y los institutos estatales, el INE, son ejemplos de lo que aquellos esfuerzos fueron capaces de generar.
Se entendía que la multiplicación de agrupaciones era un síntoma de vitalidad, del afán participativo de diferentes grupos que generaban agendas propias con sus respectivos diagnósticos y propuestas. Ese archipiélago de asociaciones, de ninguna manera armónico, expresaba preocupaciones diversas. Muchas eran monotemáticas, pero en conjunto develaban inquietudes que ayudaban al análisis de múltiples problemas y esbozaban posibles soluciones.
Fue claro, para quien quisiera verlo, que ayudaban a fortalecer el espacio público y a recargarlo de agendas que emergían desde la sociedad. Pero no solo eso. Bien vista, esa ola tendía a reforzar un Estado democrático. Obligaba a las dependencias públicas a atender sus reclamos. De esa manera se producía o se podía producir una espiral virtuosa que lo mismo fortalecía a las agrupaciones de la sociedad que a las instituciones estatales. Estas últimas debían actuar en un contexto de exigencia que les demandaba escuchar otras voces, trascender los monólogos burocráticos, abrirse y en el mejor de los casos tender puentes de comunicación con esas agrupaciones. Esas instituciones estatales, si eran receptivas, tendían a vigorizarse, podían afinar sus propios diagnósticos y multiplicar su legitimidad. Por su parte, las asociaciones civiles tendían a profesionalizarse y a decantar sus estudios y programas. Era una mecánica de beneficio mutuo. Las dependencias públicas contaban con insumos generados por fuera de sus estrechos circuitos y las voces desde la sociedad se beneficiaban de la interlocución.
No obstante, hemos vivido un giro radical en los últimos años. Desde 2018 el gobierno mostró su desprecio por esas asociaciones, cortó todo tipo de financiamiento, las descalificó como si fueran artificiales y promotoras de fines innobles. “Creaciones del neoliberalismo”. La peregrina idea de que existe un pueblo unificado y que se expresa exclusivamente a través de la coalición gobernante, y que todas las otras voces son ilegítimas porque representan al antipueblo, nos ha conducido a una institucionalidad estatal autorreferente, ensimismada, que desprecia a quienes no están alineados con ella. Por el otro lado, subsisten asociaciones civiles contra viento y marea, pero despreciadas por el gobierno y sus seguidores.
Profesor de la UNAM