El presidente tiene una difícil relación con el derecho y por ello con el Poder Judicial. “Por encima de la ley está la autoridad moral, la autoridad política”, dijo apenas el 23 de febrero. La Constitución y las leyes que protestó respetar, las vive como un dique a su voluntad, un corsé que le impide hacer su capricho. Y por ello no quiere entender que la nuestra todavía es una República con división de poderes (que por cierto empezó a hacerse realidad hace menos de 30 años, porque en efecto, durante largas décadas el poder presidencial subordinó a los otros).

No es un secreto que el presidente abomina al Poder Judicial, especialmente a la Corte porque según él ha cometido el flagrante delito de no alinearse a sus deseos. Dado que la Corte ha velado por las normas constitucionales contra iniciativas que las nulifican, el presidente ha diseñado una especie de venganza, de la que cree que no se beneficiará él, pero sí su sucesora. Se trata de volver a colocar el poder presidencial por encima de los otros.

Ciertamente tenemos un sistema judicial con muchas deficiencias. Eso lo sabe cualquiera que haya tenido la necesidad de acudir a un tribunal o quien simplemente hable con sus vecinos. Reclama reformas, sí, pero tienen que realizarse tomando en cuenta la experiencia y el conocimiento de quienes han estudiado o han participado en tan relevante circuito. Pues bien, el presidente ha enviado al Congreso una reforma constitucional del Poder Judicial que no llena, ni de lejos, la condición anterior.

Se trata de hacer del Judicial un poder integrado al circuito de la política y no como debe ser, una institucionalidad por encima de las pasiones que desata la política, única manera de ofrecer garantías de imparcialidad y apego a las normas.

Detengámonos en la fórmula que se propone para designar a los ministros de la Corte. Si la intención del presidente prosperara serían 9 que trabajarían siempre en pleno (desaparece las salas). Durarían en su encargo 9 años y se renovaría por tercios. Serían electos por votación universal el mismo día que se realicen las elecciones federales. Los candidatos serían propuestos por el Ejecutivo, las Cámaras del Congreso y la Corte. Y cuando los nuevos ministros sean electos (2025) los actuales deberán irse a sus casas.

No se requiere ser Hércules Poirot para deducir que los candidatos a ministros tendrían que acercarse, si quieren ganar, a alguno de los aparatos que tienen presencia en todo el territorio nacional, es decir, a alguno o algunos de los partidos. Pero, además, habría altas posibilidades de que los triunfadores fueran propuestas del presidente avaladas por la que en el momento fuera la fuerza política predominante. Y hay más: al celebrarse el mismo día que el resto de las elecciones, a querer o no, estarían marcadas por la dinámica partidista que las modela.

La iniciativa señala que los integrantes del Poder Judicial “no tienen legitimidad democrática”. No se entiende que la concurrencia de dos poderes en su nombramiento (Ejecutivo y Legislativo, electos), los legitima. La Constitución intenta no politizar la impartición de justicia. Incluso la iniciativa enviada recuerda que en la Constitución de 1917 el presidente de la República no tenía injerencia en el nombramiento de los ministros; porque para esa tarea se ha considerado nocivo el alineamiento de jueces, magistrados y ministros a los vaivenes de la política partidista. Y con la iniciativa presidencial sin duda se les volvería a alinear.

Profesor de la UNAM

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