La germinal democracia mexicana que se construyó en el último cuarto del siglo XX amplió el ejercicio de las libertades, edificó un sistema electoral confiable, permitió la convivencia y competencia de la diversidad política, empezó a generar una auténtica división de poderes, acotó el poder presidencial, reactivó la centralidad del Congreso y la Corte, amplió los márgenes de libertad de los medios y súmele usted. Fue un esfuerzo de diversas fuerzas políticas, entre las cuales destacaron gobiernos, partidos y agrupaciones civiles. Ello se edificó en un terreno pantanoso, no suficientemente propicio para la reproducción de un sistema político cuya misión es ofrecer cauce de expresión a la pluralidad: la escasa cohesión social de la que alertaba la CEPAL. Una fractura de enormes consecuencias que escinde a la sociedad e impide que sus miembros se sientan parte integrante de una comunidad de propósitos. Una desigualdad de tal magnitud que genera una especie de archipiélago de clases, grupos y pandillas con escasos puentes de entendimiento.

Esas dos realidades innegables posibilitaron el arribo al gobierno federal del movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Por un lado, la existencia de un sistema electoral imparcial y equitativo ofreció un cauce transitable para las potencialidades de Morena. Y por el otro, el malestar que produjo la falta de crecimiento económico y la desatención de las necesidades de millones de ciudadanos fueron el caldero en el que se forjó el desencanto con las administraciones anteriores y la esperanza en un nuevo gobierno que pusiera en el centro de sus políticas “primero a los pobres”.

He insistido en que el desconocimiento por parte del gobierno del proceso de transición democrática, nos puede llevar (y nos está llevando) a una reaparición de las pulsiones autoritarias que puede destruir mucho de lo construido. La pretendida nueva legislación en materia electoral es expresiva al respecto: se quiere debilitar y deformar hasta extremos temibles la institucionalidad que paradójicamente permitió a Morena y a AMLO situarse en dónde hoy están. Las descalificaciones que de manera recurrente se activan desde la Presidencia contra los otros poderes constitucionales, órganos autónomos del Estado, partidos, agrupaciones sociales, académicos, periodistas, medios, universidades, son expresión inequívoca de una vocación que desea subordinar a la constelación de actores e instituciones sociales y estatales a la voluntad del presidente.

No falta, sin embargo, aquel que reivindica la gestión gubernamental por su preocupación por la cuestión social, por atender a los más desprotegidos. Pues bien, otra vez, el “Informe de Evaluación de la Política de Desarrollo Social 2022” que hace unos días presentó el Coneval indica que eso no está sucediendo, sino al contrario. Acudo a una nota de Alejandro Páez Morales (La Crónica, 17 de febrero): entre 2018 y 2020 el número de pobres creció en 5.9 millones. En términos porcentuales se pasó del 41.9% al 43.9 de la población. La pobreza creció en 3.3% en las zonas urbanas (4.5 millones). 15.6 millones dejaron de contar con cobertura de salud. Los mexicanos en situación de pobreza extrema se incrementaron de 8.7 millones a 10.8; del 7% al 8.5.

En medio está la pandemia y todo indica que los programas de transferencias económicas (necesarios) no son suficientes. Lo que entonces se está edificando es un país cada vez más autoritario, pero también con más pobres.

Profesor de la UNAM

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