Decían los abogados que “a declaración de parte, relevo de pruebas”. Si unos sujetos piensan, hablan y escriben como autoritarios es porque lo son. Imagino que a los seguidores del presidente no les agrada que los adjetiven así. Pero los senadores de Morena, en una frase se han presentado de cuerpo entero. Lo han escrito con todas sus letras y se sienten satisfechos.

En un documento de respaldo al presidente nos han informado que según ellos “el presidente Andrés Manuel López Obrador, encarna a la nación, a la patria y al pueblo”. Encarnar, del latín “incarnare” significa “tomar forma corporal” Es decir, perdón por la repetición, el pueblo, la patria y la nación ya han encontrado una persona para expresarse, han encarnado en ella. Vaya, vaya. Ese —aunque no se den cuenta— es el principio de todo autoritarismo.

Si fuera así, en efecto, ¿para qué la división de poderes, para qué el poder reglamentado, las instituciones autónomas del Estado, agrupaciones civiles, partidos, periodistas y medios? ¿Si en una sola voz encarna el pueblo para que fragmentar o regular a esa expresión? ¿por qué debe ser limitado por otros? ¿por qué no concentrar el poder? ¿por qué intentar disolver la férrea identidad entre los representados y su Representante?

Y su consecuencia lógica es igual de alarmante. Si la patria, la nación y el pueblo encarnan en el presidente, ¿qué son aquellos que no comparten sus puntos de vista? ¿quiénes son los que lo contradicen? ¿aquellos que osan disentir? ¿los opositores, divergentes, adversarios? Pues la respuesta es sencilla, inercial y pavorosa: fuerzas antinacionales, antipatrióticas, el anti pueblo. Han expresado -queriéndolo o no- el principio granítico a partir del cual se edifican todos los autoritarismos, las dictaduras, los totalitarismos y las teocracias. “El pueblo es uno, sin fisuras, con idénticos intereses, un monolito que encuentra su auténtico vocero, y que en su infinita sabiduría ha depositado su confianza en un ser en el cual “encarna” … y las demás no son más que sujetos espurios”.

Se trata exactamente de la noción antónima a la piedra fundadora de los regímenes democráticos. En éstos se entiende que la sociedad no es un todo homogéneo, que en ella conviven convicciones, ideologías, intereses e incluso sensibilidades diversas, y que ahí precisamente reside la riqueza de una comunidad, por lo cual hay que construir un espacio para su expresión, recreación, convivencia y competencia. Nadie, en singular, puede arrogarse la representación de esa sociedad cruzada por contradicciones, nadie puede hablar por ella y menos aún asumirse como su único y exclusivo representante.

Pues bien, nuestros senadores, han “resuelto” de un plumazo el complejo tema de la representación. Han encontrado en su líder no a un presidente de la República legítimamente electo, sino una persona en la que por su conducto se expresan la patria, la nación y el pueblo.

Es un dislate por supuesto. Pero no sólo es eso. Es al extremo al que puede llevar la sumisión ciega, la defensa “incondicional” (lo dicen ellos) de su jefe, las ganas de no reconocer legitimidad a sus adversarios, que deriva en un espacio público asfixiante que imposibilita siquiera un mínimo debate en términos racionales. Se sabe o deberían saberlo por lo menos los senadores de la república: las palabras nunca son anodinas y hace tiempo que empezaron a utilizar un lenguaje que quizá a ellos los cohesiona, pero a muchos nos aterra.

Profesor de la UNAM.

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