1.En marzo de 1993 el Presidente Carlos Salinas de Gortari se reunió, de manera discreta, con un grupo de empresarios en la casa del exsecretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena. Ahí, el Presidente les solicitó aportaciones voluntarias y millonarias para fortalecer las finanzas del PRI. El 12 de marzo el diario El Economista informó de aquella reunión. No hay que ser demasiado perspicaz para especular que la información fue filtrada por alguno o algunos de los invitados.

El escándalo fue mayúsculo. Pero más allá de los naturales gestos de indignación, dos asuntos quedaron claros: 1) no existía norma alguna que regulara los donativos de particulares a los partidos y 2) a pesar de que los partidos recibían financiamiento público, no estaban obligados a rendir cuentas ante autoridad alguna. Es decir, esa solicitud de dinero privado para un partido era políticamente abusiva y éticamente cuestionable, pero no resultaba ilegal.

Ese episodio fue uno de los disparadores de una nueva reforma en materia electoral ese mismo año. A partir de entonces se estableció que los partidos estaban obligados a presentar ante la autoridad electoral (IFE) cada año un informe de sus ingresos y gastos y que una comisión del Consejo General realizaría la revisión. Y además se establecieron límites a las aportaciones que pudieran realizar individuos o “personas morales”. Todavía esos “topes” resultaban muy elevados (una persona podía contribuir hasta con el 1% del monto total del financiamiento público otorgado a todos los partidos y el límite para las “personas morales” era del 5%), pero por lo menos se atendieron dos huecos enormes en la materia.

Todo ello sería afinado con posterioridad, pero el escándalo de 1993 sirvió para regular la transferencia de recursos privados a los partidos y para que los propios partidos rindieran cuenta del manejo de sus finanzas.

2. El 12 de febrero, en Palacio Nacional, el Presidente Andrés Manuel López Obrador, conminó a varias docenas de grandes empresarios a firmar una carta compromiso voluntaria para la compra de billetes de lotería para un sorteo de dinero (extraña desembocadura de aquel anuncio de la eventual rifa del avión presidencial). Los empresarios podían optar por comprar un mínimo de 20 millones de pesos o un máximo de 200.

En ambos casos, las solicitudes no pueden disociarse de la investidura del solicitante: el Presidente de la República. Se trata de una relación asimétrica que coloca en un brete a los eventuales aportantes: doblegarse o rebelarse con las consecuencias del caso. Pero, además, abre un espacio de “negociación y acuerdo” por fuera de las instituciones cuyas consecuencias no presagian nada bueno. Son expresión de relaciones informales, casuísticas y caprichosas.

Nuestro Presidente parece que prefiere las relaciones personales y discrecionales a las reguladas y administradas por instituciones. Esos donativos “voluntarios” son circunstanciales, producto del humor del Presidente y por ello mismo soterradamente tirantes.

Así, como en 1993, el escándalo tuvo por lo menos una derivación productiva, hoy el lamentable espectáculo eventualmente puede ser capitalizado para algo bueno. Sabemos que las carencias en nuestro país son oceánicas (el dinero de la rifa será para el sector salud) y que la carga fiscal es muy baja incluso si la comparamos con países similares de América Latina. Y si como dice José I. Casar “el fortalecimiento de los ingresos públicos es condición necesaria para enfrentar con éxito los retos de recuperar el dinamismo de la economía y avanzar hacia niveles de igualdad propios de sociedades civilizadas”, ello reclama una reforma fiscal digna de tal nombre. (Hacia una reforma fiscal para el crecimiento y la igualdad. UNAM. 2019). Por esa vía, la fiscal, es como las relaciones entre empresarios y gobierno pueden ser sanas, transparentes, colaborativas y en beneficio del país. Lo otro es la informalidad propia de sociedades maltrechas, con escasa institucionalización y sujetas a los humores de los “hombres fuertes”.

Profesor de la UNAM

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