Si uno quiere hablar seriamente sobre el presupuesto del INE vale la pena hacer un poco de historia. Ahí —no en las comparaciones de higos con melones— se encuentra la explicación.

Luego de las fulleras y traumáticas elecciones de 1988 hubo un esfuerzo sostenido en el que participaron gobiernos, partidos, agrupaciones civiles, académicos, periodistas, para construir confianza en las elecciones. México no debía acudir a unos nuevos comicios con las reglas y las instituciones que habían demostrado su inoperancia y parcialidad. Esa necesidad dio vida al IFE, que además de su autonomía supuso generar un nuevo padrón desde cero, fórmulas que permitieran el acceso equitativo de los partidos a la radio y la televisión, garantías de que los votos se contarían con pulcritud (por ello los funcionarios de casilla son ciudadanos insaculados y capacitados por el INE), financiamiento público a los partidos que les permitiera competir con mediana equidad, construir un servicio civil de carrera cuya lealtad fuera con el Instituto y solo con él, y una serie interminables de candados para garantizar que las elecciones fueran libres y los resultados fiel reflejo de la voluntad de los electores.

Ante cada necesidad, reclamo e incluso necedad, fue necesario construir candados que ofrecieran seguridad: credencial de elector con fotografía para identificar a los ciudadanos; entrega de los padrones a los partidos para que pudieran constatar que no había ni “fantasmas” ni “rasurados”; boletas impresas en papel seguridad para impedir su tráfico; urnas translúcidas que se arman el mismo día de la elección para desterrar a las “embarazadas”; tinta indeleble para evitar el doble voto; consejos (general, locales y distritales) con presencia de representantes de los partidos (y en el primero incluso de los grupos parlamentarios) para que estuvieran al corriente, y pudieran impugnar, cada uno de los eslabones del proceso electoral; consejos locales y distritales integrados por ciudadanos que acompañan y supervisan las labores de los profesionales del Instituto para garantizar la imparcialidad de los segundos, y no le sigo.

Todos y cada uno de esos eslabones cuesta. Y se explican por la enorme desconfianza que era imprescindible desmontar. El padrón y las credenciales para votar, por ejemplo, al que se destina alrededor del 30% del presupuesto, ¿es solo un gasto electoral? ¿No es la credencial, de facto, una especie de cédula de identidad?

De 1991 a 2003, 5 elecciones federales, se construyeron nuevas condiciones para los comicios. Y paso a paso se fue cimentando una mayor confianza. Una confianza que no se edificó en las nubes, sino soportada por normas, procedimientos y programas. En aquellos años, algunos ingenuos, entre los que me cuento, pensamos que poco a poco se podrían ir simplificando rutinas, desechando candados redundantes y en esa trayectoria, abaratando el costo de nuestras elecciones.

Pero luego de los apretados resultados de 2006 y de la acusación sin pruebas (porque no las hay) que hizo el candidato López Obrador de un fraude inexistente, pareció necesario multiplicar los candados en las elecciones (ahora, por ejemplo, se publican “escaneadas” todas las actas), y además al INE se le encomendaron nuevas tareas como la fiscalización de los recursos de todas las campañas (federales y estatales) y la administración de los tiempos en radio y televisión.

Todo eso cuesta. Pero sería infinitamente más costoso no tener elecciones limpias y confiables.

Profesor de la UNAM.

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