Nadie en su sano juicio puede minusvaluar las marchas y mítines del domingo pasado. En más de cien ciudades del territorio nacional e incluso en algunas del extranjero, miles y miles de ciudadanos se manifestaron demandando que la Corte frene el intento por destruir mucho de lo construido en materia electoral en México.
Es un asunto central y estratégico. En el pasado inmediato el país fue capaz de forjar una legislación que permitió que la diversidad política pudiera competir y convivir de manera institucional y pacífica. Las más recientes reformas (1994, 1996, 2007 y 2014) fueron forjadas por consenso y ello permitió generar un espacio institucional donde fuera el voto —y solo el voto— el que decidiera quienes debían gobernar y en qué proporción estarían representados en los cuerpos legislativos. Se ha repetido y es cierto: los principales beneficiarios de ese entramado en los últimos años han sido el presidente y su partido. Por ello resulta inexplicable que ahora quieran destrozar lo edificado.
Lo que se desbordó el domingo tiene un significado especial. Manifestaciones públicas hemos observado infinidad. Pero no recuerdo concentraciones tan potentes en defensa de instituciones públicas. México es un país masivo, desigual y contradictorio, pero lo cierto es que no cabe bajo el manto de un solo partido, ideología o programa. Y para que la diversidad que lo modela pueda expresarse y recrearse es necesario un terreno electoral que ofrezca garantías de imparcialidad, equidad y transparencia a las fuerzas políticas. Es quizá el área donde el país avanzó más en las últimas décadas y ello es valorado por millones que no desean sea destruido.
Las reglas electorales consensadas —parecía una lección aprendida— son el basamento que permite que la natural discordia que existe entre corrientes políticas diversas pueda desarrollarse con civilidad y certeza. Son la piedra de toque de la concordia en la diversidad. Y la operación política del oficialismo, las reformas aprobadas por el Congreso sin análisis, debate o intento de acuerdo, ha inyectado altas dosis de tensión en relación a las normas que han de regular las contiendas.
Si en la presidencia de la República existiera un mínimo de sensibilidad, responsabilidad o sentido del Estado, y no una actitud facciosa, lo aprobado sería congelado, para abrir un espacio auténtico de negociación y acuerdo. Porque las normas para la coexistencia de la pluralidad no deben (porque si pueden) ser el detonador de conflictos sin fin. Pero como eso es más bien un sueño guajiro, será la Corte la que diga la última palabra. Las violaciones al procedimiento legislativo están a la vista y las normas que contradicen expresamente mandatos constitucionales también. Por lo cual la Corte está obligada a actuar como lo que es: un tribunal que tutela la Constitución y con ello las posibilidades de una vida política armónica que cobije a la diversidad.
Lo sucedido el domingo —al igual que las marchas del 13 de noviembre— es la expresión nítida de una ciudadanía que no quiere perder derechos y libertades. Una ciudadanía, sin duda diversa, votante de distintas opciones, no homogénea ni alineada, pero que no quiere que el conducto electoral sea taponado o usurpado. Porque mantener la eficiencia y la autonomía de las instituciones electorales es un requisito indispensable para que la germinal democracia no se convierta en su antónimo. Eso conviene a todos, incluso a quienes hoy gobiernan.
Profesor de la UNAM