Con un abrazo a Rosa Eugenia Báez
Eran los años setenta. El ambiente político resultaba opresivo. El post 68 estaba modelado por sentimientos encontrados de agravio, miedo y profundas ganas de participación y cambio. La llamada insurgencia sindical que buscaba democratizar las organizaciones laborales, la ola de reivindicaciones agraristas junto a la creación de asociaciones autogestivas, los movimientos populares y estudiantiles, más los grupos armados que postulaban que los conductos del quehacer político se encontraban bloqueados, más el surgimiento de publicaciones y agrupaciones políticas, eran expresión de un México convulsionado que sacudía con fuerza al aparentemente inamovible autoritarismo.
En ese marco, el cine mexicano —inercial, complaciente, insípido— también se vio zarandeado por un puñado de jóvenes que decidieron que su oficio podía ser otra cosa: un artefacto vivo, crítico, innovador. Y entre ellos, sin duda, destacó Felipe Cazals por su fuerza expresiva. Canoa (1975), El apando (1975) y Las Poquianchis (1976), develaron que las películas no tenían por qué ser edulcorantes de la realidad, y por el contrario podían expresar las miserias, atavismos y delirios que modelaban nuestra vida en sociedad.
El apando, basada en la novela de José Revueltas y que él junto con José Agustín adaptó, retrata la sevicia y opresión de un símil de la cárcel de Lecumberri, y Las Poquianchis, basada en un escándalo público, es la historia sórdida de unas madrotas cuyo burdel es un campo de concentración en el cual los maltratos convierten a las “pupilas” en carne de cañón desechable. En ambas, la violencia conforma las relaciones humanas y la humillación es el recurso mecánico utilizado para domar a las víctimas de esos universos enclaustrados.
Pero Canoa (creo) fue la más potente de esa trilogía. La historia recreada de cinco trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla que fueron linchados en el pueblo de San Miguel Canoa. Una comunidad cerrada, que, guiada por un cura intransigente y fanático, llama a acabar con esos seres extraños que se han atrevido a profanar el pueblo. No fueron pocos, y con razón, los que vieron la película como una alegoría de la cerrazón paranoide del gobierno en 1968 que selló la tragedia con la que culminó el movimiento estudiantil. Cazals no idealizaba la pobreza, no creía que el campo mexicano fuera un espacio bucólico, y había sido claro que sus habitantes, azuzados por la intolerancia, se habían convertido en una inclemente fuerza destructiva.
Su filmografía creció, con altas y bajas, pero películas como Chicogrande (2010), la historia de una lealdad perruna devastada por la brutalidad, Los motivos de Luz (1985), la tragedia de una madre que, desesperada, asesina a sus propios hijos, Su Alteza Serenísima (2000), sobre los últimos días de Santa Ana, viviendo en el abandono y el delirio, Digna… hasta el último aliento (2004), vida y muerte de la destacada defensora de derechos humanos o Las Vueltas del citrillo (2005), entre otras, son el legado de un cineasta único e irrepetible que sabía que en los seres humanos existe un resorte de crueldad que no ha sido posible someter.
Hace apenas tres meses, acompañados de amigos y amigas, comimos, bebimos y charlamos. Felipe seguía siendo fiel a sí mismo: gruñón, lúcido, rotundo, sagaz y, de manera un poco vergonzante, cálido. Lo extrañaremos. Queda, sin embargo, su obra: deslumbrante, provocadora, agresiva, sensible.