Los rasgos autoritarios de la presente administración se agravan y solo quien no los quiera ver no los verá. Dos episodios expresivos —y no son los únicos— ilustran lo anterior.
1. La descalificación de la UNAM y otras universidades públicas y el llamado a estudiantes y profesores a “rebelarse” contra ellas, realizado por el presidente, no es solo producto de un desconocimiento profundo de lo que sucede en esas casas de estudio, sino una muestra palmaria de sus pretensiones: alinear a la voluntad del Ejecutivo a las instituciones autónomas. (No realizó un diagnóstico, no llamó a discutir sus problemas. Fue una anulación sin sustento).
Las universidades son por definición centros de estudio e investigación. En ellos se recrean las distintas corrientes de pensamiento, se expresan las más diversas tendencias artísticas y conviven —en ocasiones tensionadas— la pluralidad de escuelas científicas. Para ello requieren de autonomía para autogobernarse; definir, sin interferencias externas, sus planes y programas de estudio, investigación y extensión de la cultura. Ello es no solo lo que no entiende, sino que no gusta a nuestro presidente. Y da la impresión que quisiera integrar a sus dogmas a los centros de educación superior.
Lo que alarma es que los dichos del presidente pueden convertirse en la señal de salida para que sus huestes en esos centros intenten desestabilizarlos. Ojalá me equivoque.
2. El nuevo régimen fiscal para las organizaciones no gubernamentales es otro botón de muestra. El presidente no solo descalificó la labor de esas asociaciones, sino que expuso una concepción de las relaciones Estado-sociedad civil propia de alguien que no concibe (pero repudia) la complejidad de la vida social.
La idea que preside el discurso presidencial es que entre Estado y sociedad civil existe un juego de suma cero; que lo que gana uno, lo pierde la otra y a la inversa. Y él entiende que de lo que se trata es de fortalecer al Estado y disminuir a la sociedad civil (la sociedad organizada).
Esa concepción primitiva no se hace cargo de lo que son las sociedades modernas, aunque esa modernidad se encuentre contrahecha. En una sociedad como la mexicana es natural que las personas se agrupen y generen agendas y acciones propias. Así han surgido organizaciones en defensa de los derechos humanos, los recursos naturales, feministas, contra la corrupción y también clubes deportivos y asociaciones filantrópicas que atienden desde enfermedades infantiles hasta mujeres violentadas. Se trata de expresiones legítimas de una sociedad en la que palpitan diferentes preocupaciones y cuyos integrantes se asocian y movilizan por sus respectivas propuestas.
No se entiende (o no se quiere entender) que en los Estados democráticos la relación de éstos con la sociedad organizada no es un “juego de suma cero”, sino todo lo contrario. Las agrupaciones sociales solo crecen y se reproducen en un marco democrático (los autoritarismos siempre intentan aniquilarlas) y los Estados democráticos se fortalecen cuando existe una sociedad civil enérgica, diversificada, elocuente. Uno y otra se vigorizan mutuamente, porque las agrupaciones crean un contexto de exigencia a las instituciones estatales, y si existen puentes de comunicación y/o colaboración, de manera natural (y no sin conflictos) se alimentan de los diagnósticos e iniciativas recíprocas.
Pero no. Los autoritarismos lo que pretenden es subordinar a las sociedades y alinearlas en un solo credo.