En 2019, cuando se conoció la primera propuesta de presupuesto para la presente administración, Francisco Báez Rodríguez hizo una disección para observar qué instituciones y grupos serían los ganadores y cuales los perdedores (“Tijeras y prioridades”, publicado en La Crónica). Era un ejercicio necesario porque como se sabe en el presupuesto se pueden observar con claridad las prioridades del gobierno y también los asuntos que no le interesan o le importan poco. (Ese y muchos otros artículos han sido recogidos por el autor en un sugerente libro que arroja luz sobre la lógica política de AMLO y su coalición de gobierno. Populismo neoliberal. Cal y Arena. 2024. 168 págs.)

Encontraba que perdedores había muchos, entre ellos “las universidades públicas, la cultura, la ciencia, la protección del ambiente”, los “apoyos al campo”. Ganadores resultaban las Fuerzas Armadas y Pemex. Había, sin embargo, un gran énfasis en los apoyos directos, es decir, en las transferencias monetarias, por ejemplo, para adultos mayores o becas para estudiantes de nivel medio-superior.

Báez veía dos mensajes políticos: “que, con las condiciones de vida de buena parte de la población, es imperativo dar los apoyos”, y “que la población beneficiada con dinero contante y sonante tiende a identificar al gobierno que la benefició, y retribuirlo políticamente”.

Y en efecto, las precarias condiciones materiales de vida en la que transcurre la existencia de millones de ciudadanos hacen necesarios y valiosos esos apoyos; resultan cruciales para atender necesidades diversas y liberan de algunos apremios extremos a los beneficiarios. Aunque como señala el autor, al recortar el gasto en áreas estratégicas para el bienestar social (piénsese en la salud o la educación), “se puede estar sacrificado bienestar futuro por actual”.

No obstante, luego de los resultados electorales creo que el segundo asunto adquiere redoblada pertinencia. No lo explica todo, pero algo explica: los beneficiarios de los programas de transferencias monetarias, como muchos lo han señalado, tienden a identificar al gobierno que las entrega como un mecenas al que deben retribuir no solo con gratitud sino con sus votos. Más allá de que la legislación establece que a través de las políticas gubernamentales no se puede hacer propaganda personalizada, lo cierto es que muchos viven esos apoyos como una especie de intercambio de favores: “me das y te doy”, como apunta Báez en otra parte del libro (“AMLO y su frase reveladora”).

Dado que todos tenemos una visión fragmentaria y limitada de la vida social, millones difícilmente pueden relacionar la marcha de la economía o la mecánica de la política o el estado de los servicios públicos con su situación particular; de tal suerte que recibir dinero en efectivo no solo les representa un alivio, sino activa el resorte del agradecimiento a quien lo entrega.

“Tiene más efecto —escribe Báez— la sensación de ser ayudado directamente que la existencia de buenos servicios públicos de educación y salud, la promoción del empleo bien remunerado o la generación de una mejor calidad de vida en las comunidades”. Y creo que no se equivoca.

Como instrumento político los resultados están a la vista. Y si a ello sumamos la lejanía y frialdad con que fueron tratados los más pobres por las administraciones precedentes, a lo mejor se entiende la necesidad de colocar en un primer plano la fractura social que modela nuestra tensa convivencia.

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