Eran los años posteriores a 1968. Años de profunda indignación y coraje, pero también de un nutrido y diferenciado activismo en las filas de la izquierda. La insurgencia sindical que forjó nuevos sindicatos e intentó democratizar los existentes, la reactivación del movimiento agrarista y los experimentos de autogestión en el campo, las organizaciones y exigencias que nacían de las colonias populares, los conflictos en distintas universidades, la proliferación de nuevas publicaciones, las iniciativas para construir partidos, los núcleos feministas con su agenda de agravios y demandas, daban cuenta de que el aliento del 68 tenía descendientes y que la brutal respuesta gubernamental no había logrado cercenar las aspiraciones de una vida política más libre y justa. Incluso la multiplicación de grupos guerrilleros era indicativa de que las “cosas” no podían seguir de manera inercial.
Visto en retrospectiva llama la atención que nada de esa constelación de esfuerzos organizativos, movilizaciones masivas, reivindicaciones de todo tipo, tuviese puentes de comunicación con el mundo electoral. Este último aparecía como lejano y ajeno, y en algunas versiones como innecesario, inadecuado para el desarrollo del movimiento de masas o incluso como un eventual pantano para la aspiración revolucionaria.
En ese contexto —resumido de manera impropia— el Partido Comunista Mexicano, encabezado por Arnoldo Martínez Verdugo, decidió postular como candidato a la presidencia de la República a Valentín Campa, veterano luchador, líder sindical y partidista con un enorme prestigio en las filas de la izquierda. El PCM carecía de reconocimiento legal, de tal suerte que esa candidatura tenía un sentido simbólico, pero relevante. El PCM, que armó una coalición con otras organizaciones, estaba diciéndole al país: somos una corriente política implantada, legítima y distinta, y como tal debemos tener el derecho de contender, por la vía electoral, por los cargos de gobierno y legislativos.
La campaña electoral de 1976 resultó singular. El candidato del PRI (apoyado además por el PPS y el PARM) fue el único que apareció en la boleta. El PAN, el partido de oposición tradicional, no logró postular candidato porque en su Convención ninguno de los contendientes logró el apoyo de por lo menos el 80% de los delegados como establecían sus estatutos, de tal suerte que Campa y el PCM fueron los únicos “contendientes”, aunque sus votos no serían contados.
La iniciativa y el reto que construyó el PCM, donde jugaron un papel notable Campa y Martínez Verdugo, resultó un acicate fundamental para la reforma política de 1977. La tensa conflictividad política y social y la exigencia de una parte de la izquierda de ser reconocida legalmente y participar en las elecciones —que por cierto muchos no solo no aquilataron, sino que combatieron— fueron estímulos primordiales para que se abriera la puerta para la incorporación de nuevas opciones políticas al mundo institucional.
Luego, por esa misma puerta, antes anatemizada, ingresarían el PRT (1982), el PMT (1985), y un número mayúsculo de organizaciones formales e informales de izquierda bajo el manto del “fenómeno Cárdenas” en 1988. Progresivamente se convirtió en sentido común, en la propia izquierda, que la única vía legítima para acceder a los cargos de gobierno y representación era la comicial. ¿Cuántos esfuerzos fueron invertidos a partir de entonces en las contiendas electorales? De alguna manera el gobierno actual es heredero de aquellas jornadas de 1976 cuando una coalición de izquierda decidió apostar a la vía electoral (democrática) como fórmula para que la diversidad política pudiera competir y convivir de manera pacífica.
Aunque solo fuera por esa estratégica aportación, ya que sus complejas vidas son mucho más que ese episodio, me parece más que justo el reconocimiento a Valentín Campa y Arnoldo Martínez Verdugo, que contribuyeron de manera sustantiva al tránsito de la izquierda de los códigos revolucionarios a los democráticos.
Profesor de la UNAM