Cumplido el cuarto año de su mandato, López Obrador transitaba sin sobresaltos hacia la conquista de una victoria segura en los comicios del 2024, cualquiera que fuera el o la candidata que eligiese. Era difícil pensar que podría surgir un suceso que alterara ese que parecía ser el destino manifiesto de la Cuarta Transformación. Los estudios demoscópicos confirmaban una y otra vez que el “cambio verdadero” preconizado por el presidente disponía de un amplísimo respaldo popular, pese a que él mismo reconoce haber perdido el de las clases medias que se sumaron a su causa a raíz de su arrollador triunfo del 2018.

No puede decirse que el escenario que por meses se ha sostenido sin cambios vaya a modificarse abruptamente; no obstante, debe valorarse un nuevo elemento que podría reconfigurarlo y que, paradójicamente, lo introdujo el propio López Obrador luego de que su Reforma Electoral no obtuvo la mayoría calificada que precisaba en el Congreso. Me refiero a su sucedáneo, el Plan B, un engendro tramitado en atropello del procedimiento legislativo establecido que, para decirlo pronto y claro, tiene como propósito entregar al gobierno el control de las elecciones, volviéndonos a un statu quo que creíamos superado.

La concentración ciudadana del domingo pasado en la Plaza de la Constitución no hizo sino ratificar algo sabido: los estratos medio y superior de la pirámide socioeconómica del país detestan, no sólo la esencia de los cambios sociales que propone López Obrador sino, más que otra cosa, el tono autoritario y provocador del discurso con que los impone. Ese Plan B encubre, en forma grosera y con un fondo perverso, un ataque artero contra una institución -el INE- que la gente de cualquier condición y nivel quiere, respeta y está presta a defender. Y atención: esta última consideración incluye a la parte más pensante del “pueblo bueno”.

El ideal democrático enarbolado en el 2018 por López Obrador sólo se mantendrá vigente si a su quehacer se aplica una eficaz vigilancia ciudadana que le evite la tentación de ejercer el poder de modo omnímodo. El Plan B es una de esas desviaciones que han de ser atajadas -por la ciudadanía y por la Corte-, habida cuenta que varios de sus 429 artículos atentan contra las normas constitucionales que dan certeza a los procesos electorales. El presidente sabe -creo que lo supo siempre- que partes sustantivas de su iniciativa serán rechazadas y, no obstante, se negó a hacer con oportunidad las correcciones pertinentes.

Su obstinación restará adeptos a su movimiento y puede además constituirse en factor que facilite la cohesión con fines electorales de una alianza partidista y de los grupos sociales que antagonizan con sus políticas públicas. Pese a ello, los enemigos del oficialismo siguen sin hallar la llave que abra la puerta al entendimiento entre unos partidos políticos, agobiados por el descrédito ético y la miseria intelectual de sus líderes, y todos esos sectores de la sociedad civil inconformes que, atendiendo a una convocatoria sin liderazgo reconocible, hicieron multitudinario acto de presencia en las plazas públicas del país.

¿Por qué intervino López Obrador en un espacio -el de la organización de los comicios- que no requería, si iba literalmente en “caballo de hacienda” hacia el refrendo el 2024 de su superioridad electoral? ¿qué necesidad tenía de distanciarse aún más de esas clases medias que se baten a favor de la democracia y cuya cercanía insiste en desdeñar? No es creíble que temiera perder la presidencial con cualquiera que sea que abandere a Morena. Pero sí así fuera: ¿quién podría ganarle a Ebrard o a Claudia? ¿la sobrina de Carlos Salinas criticando la corrupción? ¿el hijo de De la Madrid defendiendo el neoliberalismo? ¿o quién?

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