El guión de la campaña era sencillo: la abanderada oficialista debía presentarse ante el electorado como fiel continuadora de la política obradorista, evitando contradicciones y eludiendo, sin desdoro de sí misma, las provocaciones que desde todos los frentes la invitaban a discrepar de su hacedor. Lo hizo… y ganó de calle, pese a la verborrea falaz de quienes, desde los medios antigobiernistas, propalaban a diario infundios contra el mandatario -¡narcopresidente!- y la candidata -¡narcocandidata!-, atizando un fuego que sólo podía prender entre sus cercanos que se distinguen por ser los más lerdos.

Esas voces extraviadas nunca vieron más allá de los estrechos círculos que frecuentan. Ignoraron los estratos de la pirámide social donde se ubican dos tercios de la población que proveyó a la Cuarta Transformación de la mayor parte de sus 36 millones de votos. Tan abismal diferencia de sufragios acabó de tajo con la pendencia electoral; la noche del 2 de junio y en tan sólo 5 horas, los integrantes del esperpéntico collage opositor formado por el PAN, el PRI y el PRD pasaron de un triunfalismo falso a la estupefacción; de ésta al duelo y, por último, sin comedimiento ninguno, dieron a increparse entre sí.

Sin ocultar su escozor por la merma de credibilidad que hoy sufren luego de lo errado de sus augurios, analistas antiobradoristas admitieron no haber valorado correctamente el basamento popular de la propuesta de continuidad y el deseo -ratificado en las urnas- de que se profundice el cambio. Jesús Silva Herzog Márquez concedió que habría que “…volver a pensar lo que habíamos pensado…”; Denise Dresser, que “...la 4T es una fuerza social redistributiva que yo subestimé...”, y Amparo Casar, que “...ganó con la contribución de todos los estratos sociales, de todos los niveles educativos, de hombres y mujeres, de población rural y urbana y de todos los grupos generacionales...”.

Héctor Aguilar Camín, conspicuo y tenaz crítico del régimen de López Obrador, escribió -diríase que, a modo de acto de contrición- que: “...estamos lejos de ser el país próspero, equitativo y democrático que soñó mi generación…” y, en un plural que lo implica, aceptó que “...hemos corrompido la democracia, multiplicado la inseguridad, precarizado los salarios y profundizado las desigualdades…”. El historiador sugiere un reparto igualitario de culpas entre los tres partidos que han gobernado a México, pese a que su reflexión alude a los 54 años transcurridos entre 1970 y 2024, algo más de medio siglo en el que hubo seis gobiernos del PRI, dos del PAN… y sólo uno, y aún inacabado, de Morena.

Termino. Aunque no se quiera advertir, México vive una revolución social con dos rasgos bien definidos: 1) ha sido y es pacífica y, 2) tiene como fin edificar un estado de bienestar compartido sin disparidades ofensivas. Después del 2018, el mexicano medio es más seguro de sí mismo y se siente representado por su presidente; debe reconocerse, empero, que se tomaron medidas no siempre entendidas, no siempre aceptadas… y no siempre acertadas. Será tarea de Claudia y su equipo seguir adelante sin extraviar las metas esenciales; hay confianza en ella: la futura mandataria es una mujer progresista, lúcida, sensata, universitaria, trabajadora y responsable, con carácter y don de mando.

Su primer discurso contuvo los conceptos de conciliación y concordia que esperábamos. “…Concebimos -dijo- un México democrático, diverso y plural. Sabemos que el disenso es parte de la democracia y, aunque la mayoría del pueblo respaldó nuestro proyecto, nuestro deber es y será velar sin distingos por todos los mexicanos. Aunque muchos no coincidan, habremos de caminar en paz y en armonía para seguir construyendo un México justo y más próspero…”. De frente pues, doctora Sheinbaum.

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