De siempre se ha sabido que Ricardo Monreal no es persona -políticamente hablando- en la que se pueda confiar. Sabedor de ello, López Obrador obró con habilidad y astucia para aprovechar -a favor de su movimiento- la destreza negociadora del zacatecano. El autoexiliado en Palenque lo supo meter al orden, acercándolo y alejándolo de su primer círculo y mostrándole alternativamente “la zanahoria o el garrote”, según la circunstancia de cada una de las diferentes etapas transformadoras de su gobierno. En ocasiones lo sedujo con incluirlo entre sus posibles sucesores, y en otras le hizo sentir la inminencia de su defenestración. El punto es que, al igual que a Ebrard, lo mantuvo de su lado.
Monreal, es cierto, hizo servicios de importancia a la causa lopezobradorista el sexenio inmediato anterior. Cuando Morena no disponía de la aplastante mayoría que hoy posee, su trabajo de persuasión en la Cámara de Senadores resultó determinante para que la mayoría de las iniciativas presidenciales libraran las intrincadas aduanas legislativas por las que debían transitar. Con su conocida capacidad operativa, Monreal logró que las instrucciones de Palacio se cumplieran -casi todas- al pie de la letra. Gracias a ello, los fundamentos del cambio de régimen ofrecido por el presidente cobraron fuerza de ley
Experto en el funcionamiento del sistema de atarjeas de aguas negras que discurren por los sótanos del Poder Legislativo, Monreal -hoy líder de la Cámara de Diputados y coordinador de la bancada morenista- supo atraerse la voluntad de los más diversos sectores partidistas, valiéndose de argumentos persuasivos, distantes algunos de ellos de la razón y la legalidad. Diestro en descubrir debilidades del adversario, apretaba dónde y cuándo más dolía hasta conseguir sus objetivos que -lo subrayo- no siempre han sido coincidentes, ni con los de López Obrador ni con los de Claudia Sheinbaum.
No obstante las severas e inocultables diferencias que Monreal ha tenido con la figura presidencial -la actual y la anterior- que hicieron varias veces presagiar la inevitabilidad de su muerte política (o por lo menos su expulsión del movimiento social del que se dice pionero y defensor a ultranza), el discutido zacatecano sigue siendo actor central del quehacer legislativo federal y, pese a las resistencias que enfrenta en la izquierda de Morena, ha continuado extendiendo su influencia personal por muy distintos espacios del país. Y todo eso, a ciencia y paciencia de quien debía haberle ya marcado los límites.
Otro tanto acontece en la Cámara de Senadores, pero ahí con Adán Augusto López. La similitud radica en que uno y otro no disimulan el estar actuando a favor de sus propios intereses y no de los que hoy representa la presidenta Claudia Sheinbaum. El caso del ex gobernador tabasqueño sugiere, además, que cumple un encargo superior al margen de quien tiene formalmente el poder. Ese quintacolumnismo y esa virtual dualidad en el mando confunden a la militancia y lastiman su unidad. Son señales claras que indican que es hora de que la mandataria haga valer sus facultades y ponga a los “malportados” en su lugar, tras haber probado suficientemente su lealtad al creador del movimiento.
Hay cercanías que contaminan y, la de Monreal y la de Adán Augusto, son de esa clase. No son las únicas pero, de momento, sí las más dañinas. Si hubieran sido más discretos quizá no habrían obligado a la presidenta a actuar y el tiempo de las definiciones podría haberse extendido. No lo fueron; optaron por un protagonismo adelantado que no tocaba en el calendario político. No le dejaron otra salida que ejercer una autoridad que la confirmaría, más allá de cualquier tipo de dubitaciones y dudas, como la única elegida para conducir a México por la ruta de un desarrollo igualitario, justo e inclusivo.