En la misma naturaleza de la Iglesia, del Ejército y de las élites del dinero está el sentirse constantemente tentados de hacerse del control político de la Nación o, por lo menos, de formar parte importante de él. Curas, soldados y banqueros han participado -y participan- en el devenir del país; la intensidad y forma en que lo hicieron -y lo hacen- depende de los personajes que ejercieron -y ejercen- como sus líderes, y del talante y orientación ideológica del presidente de la República con que les tocó -y les toca hoy- coincidir. Mas en cualquier circunstancia han estado -y están siempre- al atisbo de algún signo de debilidad en los poderes constitucionales -en particular del Ejecutivo Federal- para ocupar espacios que, o bien tuvieron que devolver por haber hecho mal uso de ellos o bien porque les están formal u oficiosamente vedados.

En la difícil situación por la que hoy atraviesa México, es el castrense el sector que genera mayor inquietud. El detonante de ese temor es el crecimiento de las atribuciones que, sin orden ni concierto, les ha cedido el presidente López Obrador con la penosa obsecuencia de las mayorías legislativas. Cabe precisar que no le fueron exigidas ni arrebatadas; el Primer Mandatario las entregó por voluntad propia a las fuerzas armadas, en daño de los civiles que las tenían. Podrá discutirse y hasta admitirse la razón por la que cambió de opinión respecto del retorno de los militares a sus cuarteles pero, lo que carece de justificación válida es eximirlos de explicar sus actos y de rendir cuentas a las instituciones civiles por sus nuevas y muchas encomiendas.

A Juárez se debe, mediado el Siglo XIX, haber puesto límites a la injerencia de la Iglesia en asuntos que pertenecen al orden civil y a Calles, a fines del primer tercio del XX, haber encauzado hacia la política las pulsiones guerreras de los jefes militares surgidos en la Revolución. Y luego, en el segundo tercio, al PNR -y sucesivamente al PRM y al PRI- se debe haber creado un sistema político, antidemocrático y autoritario pero ordenado y estable, que duró setenta años y cuyo acierto más notable fue la eliminación paulatina de elementos del Ejército en el gobierno y en el partido. Y pese a la conocida propensión que tienen los priistas a servirse del erario en beneficio propio, es de justicia atribuirles que, hasta el periodo neoliberal, la plutocracia autóctona y la extranjera no habían vuelto a tener a tener la influencia, las tierras y los capitales de que disfrutaron en el “porfiriato”.

Largo fue la ruta recorrida para dejar atrás la anarquía que prevaleció entre 1910 y 1929, tiempo en que cualquier general con tropa bajo su mando emitía su propio plan; época convulsa de alzamientos continuos y proclamas de reivindicaciones sociales y agrarias, de rebeldía ante gobiernos establecidos y de asesinatos de presidentes. Entre aquel México azaroso y el México de nuestros días, estable aunque inseguro y desigual, hay un avance considerable en todos los órdenes de la vida. Fue una tarea de transformación en la que el control político del país gradualmente pasó de militares a civiles, merced a un bien balanceado acuerdo tácito donde no había interferencias ni invasión de dominios.

Hasta la 4T, el Ejército había sido una institución a la que el Estado le concedía plena autonomía a cambio de: 1) no intervenir en asuntos que no tuvieran una “exacta conexión con la disciplina militar” y, 2) cumplir con eficacia las funciones que le asigna la Constitución. La fórmula funcionó: mientras otras naciones sufrían “cuartelazos” y padecían “gorilatos”, México vivía una armónica relación entre lo civil y lo militar que se tradujo en casi una centuria de tranquilidad. Rotos los equilibrios, esperemos a ver que sigue.

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