De atrevido califico el paso dado por Beatriz Paredes para llenar el vacío dejado por unas oposiciones medrosas y desorganizadas. Al abandonar la comodidad de su escaño senatorial, la veterana política tlaxcalteca arriesga su capital político para participar, como una combatiente más, en una lucha electoral que, de entrada, no parece serle favorable.

A Beatriz la vi por vez primera hace cuarenta y cinco años. Era la principal oradora en un acto público en el estadio Tlahuicole de su tierra natal. En 1977 corría el segundo año del gobierno de Emilio Sánchez Piedras y al evento se había invitado a Luis Robles Linares, secretario de Recursos Hidráulicos. Con palabra firme, Beatriz reivindicaba los derechos del campesinado sobre la tierra y el agua. Su juvenil figura rezumaba valor, talento y una mexicanidad deslumbrante. Poco tiempo pasó para que se empezara a hablar de ella en los mentideros nacionales, tanto que llamó la atención del presidente Luis Echeverría y luego, ya ungido mandatario, de José López Portillo. La imagen de Beatriz se ajustaba a la perfección con la narrativa revolucionaria que, aún en esa época, daba sustento histórico a un régimen que presentaba ya inequívocos síntomas de envejecimiento. De entonces data el inicio de su fulgurante andadura hacia el estrellato político.

Ya como diputada federal respondió a su primer informe presidencial. La TV hizo su parte popularizando su joven y esbelta figura, su cabellera trenzada a la espalda al uso de los pueblos originarios y sus atuendos típicamente mexicanos. A partir de ese momento, le llovieron los cargos -y los encargos- de los que, por conocidos y numerosos, omito el detalle. Y otra cosa; al mérito de su notable carrera ha de agregarse que supo superar el cúmulo de obstáculos que, a su condición de mujer, le interpuso un mundo reservado en exclusiva para los hombres. La hoy casi septuagenaria senadora posee una personalidad enigmática que, de un lado, infunde temor a los que viven subordinados a sus designios, y de otro, ejerce una suerte dual de atracción-repulsión en quienes, no estándolo, la prefieren cerca como aliada que lejos como adversaria. A Beatriz se le reconoce un intelecto -decantado al paso de los años- muy superior al de la media de sus correligionarios; sus vivencias en la cercanía de los que mandaron en el país por más de cuatro décadas le dieron un caudal de experiencias que ningún político -con excepción de Porfirio Muñoz Ledo- puede igualarle.

El descalabro electoral de su partido en el 2018 y el origen opaco de las fortunas de los miembros de la intimidada y disminuida bancada senatorial priista, la obligó a un mutismo de cuatro años. Nacida para la luz de los reflectores, no debió serle fácil resistir tanto tiempo en la sombra, aguardando el momento oportuno para reaparecer en escena. Mas al fin se presentó la coyuntura esperada, a resultas del pasmo opositor y del desatado activismo morenista hacia el 2024; ambos hechos le abrieron un resquicio para anunciar su aspiración a la candidatura de la coalición PAN-PRI-PRD, carente aún de reglas y de nombres. Beatriz, es cierto, evoca tiempos y prácticas que nadie quiere reditar, pero también es verdad que, en esos tres partidos, nadie hay con su habilidad para librar batallas electorales, concertar pactos y trazar estrategias ganadoras. Y si, como lo pienso, su sorpresivo golpe de mano fue consensado con Alito, el plan le daría al asediado líder tricolor una tregua con el sector dinosáurico, y a ella un respaldo valioso e inesperado en su aspiración, lanzándola como la propuesta del PRI para liderar la alianza. En cualquier caso, su inclusión añade interés al proceso y será piedra de toque para medir los tamaños de quienes también quieran aspirar.

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