No descubre el hilo negro quien diga que este 2023 será un año eminentemente político. Contadas serán las personas que permanecerán indiferentes o no se sentirán concernidas por el tema al participar en cualquier tipo de reunión o de tertulia informal. Bastará que alguien cite lo escrito en un artículo periodístico, o lo oído o lo visto en algún programa de radio o TV, o lo dicho en sus conferencias mañaneras por el presidente de la República, o la réplica de un líder opositor a los dichos del mandatario, bastará, repito, cualquiera de esas incidencias para que alguna susceptibilidad se sienta herida, algún interés se diga afectado o alguien se levante indignado. La política estará ahí y lo envolverá todo, lo tocará todo y, a querer o no, nos incluirá a todos, con independencia de cuál sea nuestra actividad, ideología, profesión o círculo social. Generará discusiones, escindirá familias y hasta acabará con amistades añejas. Tal es el clima de tensión que estamos viviendo.
El fenómeno descrito, hay que decirlo, no es privativo de México; hoy día ocurre en muchos países. En Estados Unidos, por ejemplo, la atmósfera está cargada de electricidad, con un horizonte sucesorio nebuloso hacia su interior, y una beligerancia peligrosa respecto de China hacia el exterior. Y no se diga Europa, inmersa en un conflicto militar y económico con Rusia que la diplomacia no supo, no pudo o no quiso evitar y para el que no se avizora fin. Por su parte, las naciones de Medio Oriente no superan sus diferencias ancestrales y viven inmersas en conflictos permanentes de intensidad variable. Y en Latinoamérica subsiste la reticencia histórica de las oligarquías autóctonas a tolerar gobiernos progresistas que arriban al poder por la ruta democrática de las urnas, lo que solivianta a los agraviados y provoca protestas sociales. Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Chile, Argentina y, en cierta medida, también México, engrosan esa lista de países en constante y agitada evolución.
Centrémonos en México. El gobierno de López Obrador ha orientado sus esfuerzos en dar atención prioritaria a los estratos poblacionales más olvidados y a desarrollar las regiones más desatendidas. Su afán por atenuar la brecha de desigualdad existente entre mayorías pobres y minorías ricas radicalizó su discurso y lo impregnó de epítetos altisonantes, alimentando un encono social que permanecía soterrado desde la época revolucionaria. Es ese tigre amarrado con que el entonces candidato López Obrador intimidó a los banqueros en una de sus convenciones anuales en Acapulco, amenazándoles con soltarlo si ensuciaban el juego electoral. La polarización que, en política, es inevitable y hasta cierto punto natural, transitó a lo largo de sus cuatro años de gestión hacia una aversión obsesiva por el adversario, lo que canceló toda posibilidad de entendimiento en asuntos nacionales que debían estar por encima de diferencias partidistas.
El saldo en términos electorales de ese enfrentamiento favorece abrumadoramente al partido del presidente, al extremo de que, con cualquier candidata o candidato que presente, se da por descontado el triunfo de su movimiento social el 2024. La oposición ya lo asumió y todo indica que se limitará a dar la batalla este 2023 en el Edomex y en Coahuila. De ahí su falta de aplicación por concretar una improbable coalición de alcance nacional para la que, además de todo, carece de abanderados viables. Se trata de un virtual desistimiento que desalienta a los numerosos pero dispersos sectores que no disponen de ninguna opción política para encauzar su fervor antilopezobradorista. Así las cosas, el interés político se reducirá a saber quién será finalmente la que -o el que- encabece a la Cuarta Transformación el sexenio 2024-2030.
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