La imagen del presidente López Obrador dando un martillazo sobre la mesa inaugurando los trabajos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el cual México ha de presidir rotativamente por espacio de un mes, me trasladó a tiempos de Luis Echeverría, el presidente populista que tras dos años de negociaciones consiguió que la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas adoptara en diciembre de 1974 la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, documento fundamental del entonces Nuevo Orden Económico Internacional, innovador sistema de relaciones económicas internacionales, basado en la equidad, la igualdad soberana y la interdependencia de los intereses de los países desarrollados frente a los países en vías de desarrollo, cuyos 120 votos resultaron determinantes para dicha aprobación. Prevalece en la memoria colectiva el Luis Echeverría que en la cresta de su popularidad pretendió erigirse como líder de los países del Tercer Mundo y que incluso al final de su sexenio, a pesar de su ríspida relación con el sector privado y la debacle económica que causó la devaluación de nuestra moneda, se sintió con méritos para presentarse como candidato a la secretaría general de las Naciones Unidas.
En su segunda visita al extranjero en tres años de gestión, López Obrador en la ONU, anticipó que México está por presentar ante la Asamblea de las Naciones Unidas el Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar -¿le suena familiar el término?-, con el objetivo de garantizar una vida digna a 750 millones de personas a nivel global, que subsisten con menos de dos dólares diarios, financiado mediante la voluntaria aportación del 4% de la riqueza de las mil personas y corporaciones más ricas del mundo y del .02% del PIB de los 20 países que integran el G20. De este modo se recabarían un billón de dólares anuales que habrían de repartirse de manera directa a los beneficiarios, sin intermediarios. AMLO conminó a la ONU a salir de su letargo, al tiempo de reclamar que nunca antes se había acumulado tanta riqueza en tan pocas manos mediante el influyentismo y a costa del sufrimiento de otras personas. Así mismo el presidente acometió contra la corrupción y el neoliberalismo como agravantes de la desigualdad mundial, sentenciando que “nunca en la historia se ha hecho algo realmente sustancial en beneficio de los pobres”. AMLO expuso el ejemplo de México donde se ha aplicado la fórmula de desterrar la corrupción, destinando al bienestar del pueblo el dinero liberado, bajo el criterio de “por el bien de todos, primero los pobres”.
La propuesta lanzada por el presidente López Obrador, pareciendo emular sus propios programas, difícilmente superará la ingenuidad de los buenos deseos, por la complejidad de alinear en un mismo objetivo a veinte distintos países y a un cúmulo de empresas y de gente acaudalada, dispuestos a desprenderse de parte de su patrimonio para secundar el planteamiento de un país cuestionado por el incumplimiento de compromisos asumidos con la inversión extranjera.
México difícilmente está en posición de salir al mundo a dar consejos de éxito. Esperemos que las audaces decisiones económicas del régimen arriben a buen puerto, por lo pronto habrá que concentrarse para que así sea.