La reforma energética implementada por el gobierno de Enrique Peña Nieto en 2013/2014 le abrió a la iniciativa privada la participación en la exploración, extracción, transformación y transportación de hidrocarburos, así como en la generación y comercialización de electricidad. En consecuencia, la inversión privada aportó capital de riesgo sujetándose a las reglas del juego establecidas. Ahora el gobierno de Andrés Manuel López Obrador impone que la Secretaría de Energía asuma el control total del Sistema Eléctrico Nacional, frenando las inversiones en energías limpias y renovables. A propósito, es imperioso precisar sobre las particularidades de dichas energías en relación al combustóleo y convencer si efectivamente la energía suministrada por la CFE es la más barata. Se calculan proyectos eléctricos de empresas generadoras de energías renovables, eólicas y fotovoltaicas por más de 30 mil millones de dólares. Se estima que tanto empresas nacionales como internacionales en fase de pruebas, sin haber entrado en operación entablen al menos 44 demandas en contra del gobierno federal. Además, se rescindirán 78 mil empleos directos. La postura al respecto del Ejecutivo es que las empresas privadas en lugar de demandar, deberían ofrecer disculpas: “Es para que estuvieran aceptando que se excedieron y que ya no se puede seguir con lo mismo”. O sea, la responsabilidad de la privatización energética recae sobre los inversionistas privados que se apegaron a las leyes establecidas, ¿cómo es que los inversionistas perjudicados deciden defender sus intereses, reclamando legalmente acatar lo pactado, luego de que el gobierno Federal incumple lo acordado, en lugar de pedir disculpas? ¿disculpas por haber confiado en la seriedad del gobierno que cancela compromisos signados? Imposiciones de este tipo abonan al desprestigio país en los mercados financieros globales, agravado por el obligado pago de daños y perjuicios a los afectados. Por lo pronto 23 centrales renovables obtuvieron mediante amparo la orden de reactivación de sus respectivas pruebas preoperativas, por orden del Centro Nacional de Control de Energía (Cenace).
Es este preciso e inoportuno momento, el flamante dirigente de Morena, Alfonso Ramírez Cuellar, se da a conocer en sociedad, firmando un escrito en papel membretado de Morena —confundiendo al lector que asume el contenido como un hecho consumado— indicando la conveniencia de un Nuevo Estado emergente de la actual crisis, midiendo por conducto del Inegi la desigualdad y la concentración de la riqueza, para lo cual será revisado el patrimonio inmobiliario, financiero y bursátil de las personas , además de vigilar la concentración de “poder” que ostentan algunas empresas, buscando generar políticas públicas para acabar con la desigualdad. La idea de Ramírez Cuéllar es incorporar un criterio de progresividad fiscal, para que “las grandes fortunas empiecen a colaborar más en los gastos nacionales, todo ello, incluido en una reforma a la Constitución para que se establezca el concepto de progresividad fiscal”. Don Alfonso, no se trata de que haya menos ricos, sino menos pobres.
Acertadamente López Obrador intervino sosteniendo que la pretensión de Morena de otorgar facultades al Inegi para indagar el patrimonio de los particulares es incorrecta e inconveniente, dicho patrimonio debe ser mantenido en privado. Iba bien el presidente hasta que cuestionó el derroche y la ostentación, proponiendo incorporar la austeridad no sólo como forma de gobierno, sino como forma de vida. Consideramos que a la presidencia legal no le corresponde intervenir en los gustos y gastos de las personas, en tanto éstas obtengan lícitamente sus ingresos, cubran sus obligaciones fiscales y respeten las leyes y normas vigentes. La frase es de AMLO: ¿Por qué agitar el avispero?
Analista político