Por error o mala estrategia, a las operaciones iniciadas por las fuerzas armadas mexicanas en contra de la delincuencia organizada en el sexenio de Felipe Calderón se les dio el nombre de “guerra”. Con el tiempo, tal expresión comenzó a ajustarse o a sustituirse. Comenzamos a hablar de combate o lucha. Nunca, sin embargo, se abandonó la idea de la confrontación entre las fuerzas de seguridad del Estado mexicano y las de los distintos grupos delincuenciales que actúan en el territorio nacional.
En los sexenios de los presidentes Peña Nieto y López Obrador se han mantenido muchas de las condiciones iniciadas por Calderón, y otras se han modificado en un plano incremental. Actualmente es mayor el número de efectivos militares desplegados y la cantidad de equipo con que cuenta el Ejército, la Marina y la Guardia Nacional. En el tiempo, se han transformado los compromisos y estrategias asumidos en los distintos sexenios. Del lenguaje y la acción confrontativa pasamos a un discurso en el que, simultáneamente, se pretenden hacer convivir las acciones de fuerza con los abrazos.
En el ocaso del sexenio obradorista, tenemos que preguntarnos por la eficacia y por los resultados de su estrategia, tal como en su momento se hizo con las de sus antecesores. Cuestionarse por lo que han producido sus celebradas reuniones matutinas, su militarización, los presupuestos asignados, y las implicaciones de su estrategia de “abrazos y no balazos”. Creo que la manera en que debemos analizar los efectos de su mandato no debe ser mediante el mero recuento de errores y omisiones, sino por la posibilidad de que se dé un escenario alternativo que, si bien es cierto que no ha sido generado en su totalidad por López Obrador, sí se ha visto afectado y modificado en su gobierno. Me refiero a la posibilidad de que, en el lenguaje calderoniano, los delincuentes ganen la guerra al Estado mexicano o, en el lenguaje peñista u obradorista, que los grupos delictivos triunfen en sus combates contra el mismo enemigo institucional.
Cuando aludo a un posible triunfo de la delincuencia sobre el Estado no me refiero a una situación caracterizada por marchas, armisticios u otras representaciones semejantes. Tampoco a la ocupación directa de la titularidad de los cargos públicos. Me refiero a algo más ordinario, pero no por ello menos grave. Estoy considerando la ocupación por los grupos ilícitos armados de amplias y distintas zonas del país, así como el ejercicio de una parte de las tareas que solemos considerar propias del Estado. Así, por ejemplo, el cobro de derecho de piso como equivalente a los impuestos, el pago de protección asemejado a los derechos, la realización directa de la justicia sobre las personas conforme a las reglas impuestas por los delincuentes, o el ejercicio monopólico de ciertas actividades y del suministro de bienes.
Ante los avances de la delincuencia frente a —o de acuerdo con— las fuerzas estatales, es urgente preguntarnos por sus posibilidades de triunfo y por las probables condiciones que llegarían a darse en tal escenario. Es respecto a esta perspectiva como debemos valorar, por una parte, lo que ha hecho y dejado de hacer López Obrador en materia de seguridad y, por la otra, cómo deberíamos estar discutiendo la estrategia de seguridad para el periodo de gobierno que iniciará en pocos meses. Sobre un modo de hacer las cosas que tendrá que ir más allá de meros abrazos o meros balazos.