En lo que es ya una más de sus obsesiones, el presidente López Obrador ha continuado con sus ataques al Poder Judicial de la Federación. De sus iniciales señalamientos a algunas decisiones, pasó a denostar a los juzgadores para terminar instalándose en la crítica a la función jurisdiccional misma. El proceso ha sido constante e incremental. De lo que podría ser la legítima preocupación o desacuerdo por lo resuelto en casos concretos, pasó a suponer que la judicatura nacional en general, y la federal en particular, constituyen un obstáculo a sus pretensiones transformadoras, si no es que el enemigo a derrotar. Esta obsesión, como todas las que ocupan sus pensamientos y acciones, lo acompañarán en lo que resta de su presidencia y en los dolorosos años en que haga memoria de lo que fue y no fue su mandato; cuando identifique las causas que, a su juicio, le impidieron alcanzar su gloria política y su deseada tranquilidad personal.
Los peligros de sus ataques a la judicatura tienen varias dimensiones. La primera y más obvia se ha señalado ya por diversos comentaristas y por los propios juzgadores. De una parte, son la manifestación de las pretensiones de control de uno de los pocos contrapesos que han resistido a la concentración de poder que ha pretendido imponer. El forzamiento de la renuncia de un ministro, el acuerdo para extender la presidencia de otro, la tolerancia a las amenazas contra los juzgadores, la búsqueda de la elección popular de ministros o las intimidaciones o connivencias para reducir el presupuesto judicial, muestran tales pretensiones. Frente a estas actitudes habrá quien suponga que se trata de un ejercicio ordinario de la política, si no es que, de plano, una magistral jugada política. Para quienes así piensan, lo que López Obrador hace es controlar todo el aparato del Estado para posibilitar la construcción de un proyecto político en sí mismo, o por él mismo, valioso.
Más allá de los muchos problemas jurídicos, políticos y morales que esta opción totalizadora conlleva, los ataques al poder judicial tienen una dimensión extraordinariamente seria. Al haber abandonado la crítica a decisiones específicas o a personas concretas y comenzar a descalificar a la función jurisdiccional misma, el presidente de la República erosiona, consciente o inconscientemente, las posibilidades de resolución de conflictos entre la población de nuestro país. Sin desconocer los indudables límites materiales, personales y simbólicos, una parte importante de los muchos problemas de la actual sociedad mexicana tienen que resolverse mediante procesos seguidos ante jueces de diversas materias, jerarquías y adscripciones. A nadie escapa que en nuestro México concurren grandes problemas laborales, delictivos, migratorios, comerciales, familiares o personales, que requieren de la intervención de terceros autónomos e imparciales para resolver las pretensiones encontradas mediante reglas emitidas previamente por un legislador democrático.
Cuando el presidente López Obrador ataca a la función misma de impartir justicia, abiertamente contribuye desde su posición de poder a deslegitimar o de plano a cancelar las ya de por sí precarias formas de resolución pacífica de los conflictos. Si este proceder es inconsciente, estamos ante un hombre que no entiende su posición política. Si su actuar es consciente, tenemos que concluir que se trata de un auténtico totalitario, pues sólo así puede calificarse a quien, para avanzar en sus pretensiones, deja a la población sin los medios más elementales para obtener algo de paz por medio de la justicia ordinaria.