Cuatro mujeres renunciaron recientemente a sus cargos públicos federales. Sabemos del trabajo profesional de las renunciantes. Por lo que habían hecho antes, fueron invitadas a incorporarse a un gobierno que tanto prometía para el cumplimiento y defensa de los derechos humanos y la paridad de género. Era y es indispensable lo que cada una de ellas debía hacer para la protección a la salud, el combate a la discriminación, la atención a las víctimas o el enfrentamiento a la violencia contra las mujeres. Antes de Covid-19, las condiciones de cada uno de esos rubros eran alarmantes. En el transcurso de la pandemia, se han agravado. Después de ella, serán tremendos los problemas de salud pública.

Las razones personales por las que dejaron de prestar sus servicios, solo ellas las conocen. Lo que sí sabemos son las explicaciones que quisieron darnos para sustentar públicamente su decisión, vinculadas con el desorden, las intromisiones y la falta de recursos. Estoy seguro de que, por el entusiasmo y compromiso mostrado en su vida profesional, no les debe haber sido fácil separarse de un quehacer con el que se habían ilusionado y se suponían harían alguna diferencia en la convulsa sociedad de nuestro tiempo. Conociendo su talante, sé que cada una de ellas sabrá realizar los mismos u otros proyectos con pasión y capacidad ahí donde hayan de estar.

Lo que más allá de temas personales me parece preocupante para todos, es la afectación a la ya de por sí precaria institucionalidad del país. Lo que las renuncias muestran es el desorden existente en la conducción de la administración pública. El que no se sepa bien a bien qué hacer con los instrumentos jurídicos con los que se cuenta para resolver los problemas. El que se crea o asuma que la solución a las dificultades individuales y sociales pasa por la mera emisión de discursos que apelan a la transformación nacional, sin requerir de acciones bien planificadas y mejor ejecutadas. Este desorden, a su vez, permite considerar un aspecto más profundo y, por lo mismo, menos apreciable.

Lo que las renuncias muestran es un modo de hacer las cosas en el que las personas y los órganos por ellas constituidas, ni siquiera tienen una condición instrumental. Más bien, que las personas y los órganos son mero y prescindible acompañamiento a la voluntad presidencial. En la renuncia de las cuatro servidoras públicas podemos ver el estilo personal de gobernar del presidente López Obrador. El entendimiento de que por estar él al frente del país, es suficiente para prevenir y reparar todos los males. Que, por lo mismo, los integrantes de su gabinete y sus funciones son prescindibles. Que, más allá de la legítima posibilidad de sustituir al servidor público, es factible, cuando no francamente deseable, dejar de ejecutar la correspondiente función. Lo que va quedando cada vez más claro, es que el discurso de la austeridad no es sino la forma de presentación de este proceder, donde, insisto, lo importante no es solo el ahorro de recursos, sino el menoscabo de la función. De un quehacer, en principio, profesional y racionalizado, para luego trasladarlo a un solo hombre para ser ejecutada como mejor le parezca.

Lo que acabo de señalar, me parece, permite explicar mucho de lo que el Presidente ha hecho en materia de designaciones. ¿Por qué nombró y mantiene en sus cargos a personas incompetentes? El discurso de la honradez pudo haber tenido un momento de duda, pero las acusaciones sostenidas y las respuestas a ellas dadas, muestran su debilidad. La hipótesis de los compromisos personales y las lealtades alcanzaría para explicar algunos casos, pero no la mayoría de ellos. Creo que lo que en el fondo existe, es la necesidad de acumular la mayor cantidad de poder posible, mediante la disminución o extinción de las funciones de gobierno asignadas a diversos servidores públicos. Preguntémonos, para terminar, ¿quién gana con el anti-funcionalismo que desde la presidencia se proclama y ejerce?



Ministro en retiro.
@JRCossio

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