Es imposible negar la tensión histórica entre poder y derecho. De ese delicado punto en el que las voluntades individuales y comunitarias tienen que entrelazarse con las reglas mediante las cuales tiene que ejercerse el poder ante quienes se quiere que queden subordinados a él. Los poderosos han pretendido contar con espacios de autonomía frente al derecho —aún en los casos en que haya sido creado por ellos— sin llegar a desconocerlo por completo por el riesgo de derrumbar su actuación y, con ella, su propia legitimidad.

A pesar de numerosas advertencias históricas, nuestros actuales políticos han incurrido en la ingenuidad de suponer que el aplazamiento o la franca disolución del sentido jurídico terminará actuando en su beneficio. Que es posible simultáneamente dejar de observar las normas creadas por el orden del que emana su poder, y ejercer su autoridad mediante las normas que han desconocido. Es verdad que en distintos momentos de nuestra historia se han dado espacios para constituir una autonomía de lo político frente a lo jurídico. Sin embargo, en la actualidad hay distintas condiciones que anuncian el fracaso de tal opción.

En los afanes por obtener o mantener el poder público, algunos políticos han pactado con la delincuencia cuando no, de plano, se han subordinado a ella. Para sus propósitos, los primeros se han financiado con el dinero de los segundos, se han beneficiado de su violencia o han constituido sus zonas de influencia en donde sus socios tienen dominio material o territorial. En la prisa por ser y estar en la política, se han pensado como amos y señores del juego sin considerar la dimensión de quienes han supuesto auxiliares o socios temporales.

Cuando en el pasado los políticos acudían a otros colegas o a financiadores insertos en los juegos políticos y jurídicos que ellos desplegaban, sabían de la posibilidad de subordinar a los aliados mediante las reglas generadas por ellos mismos. Supongo que, a partir de una representación semejante, los políticos de los últimos años han creído que pueden echar mano de la delincuencia para ocupar sus cargos, dejar de observar las normas jurídicas por ellos mismos creadas o, de plano, violarlas por completo. En el primer caso, han perdido de vista que sus apoyadores actúan con una lógica propia que, desde luego, no es la estatal en la que los políticos participan. En el segundo caso, han dejado de entender —así sea cínicamente— que la fuente de su autoridad está vinculada a la preservación general de las reglas por ellos mismos creadas. En el tercero, que al apoyar sus delitos en la delincuencia, han perdido todo punto de contacto con el orden que les permite ser lo que son. En cualquiera de los tres casos, es decir, por asociación delictiva, por desdén regulatorio o por inserción en la ilicitud, los actores políticos del presente han erosionado, dramática y consistentemente, tanto su cotidiana base de actuación como su legitimidad de fondo.

En los próximos años la nación mexicana enfrentará enormes retos. Uno de ellos será la manera en la que su estado y su sociedad se colocarán frente a las crecientes y poderosas delincuencias nacionales e internacionales. No dejará de ser paradójico que cuando las autoridades pretendan hablar en nombre del derecho para imponer una cierta racionalidad jurídica en la convivencia común, no encuentren el respaldo de las normas que ellas mismas decidieron desconocer. Más dramático aún será enfrentarse con las exigencias totales de aquellos a quienes miraron como sus instrumentos o sus auxiliares circunstanciales y pasajeros.

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