El presidente López Obrador ha planteado la necesidad de que los juzgadores sean electos mediante voto popular. Sus razones tienen que ver, primordialmente, con la necesidad de acercar al pueblo a todos aquellos que ejercen alguna función pública. No es difícil inferir lo que el Presidente pretende lograr con su eventual propuesta. Busca subordinar a los juzgadores a los procesos políticos en general, y al que él encabeza en particular. Esta inferencia no descansa en un ejercicio de adivinación sino en el análisis de las premisas y los efectos de sus propuestas.
Como punto de partida, el Presidente asume la virtud en la elección de los ministros a partir de la experiencia de la Constitución de 1857. Como en tantos otros temas, extiende la mitología de un texto producto de las luchas de la reforma a la totalidad de sus condiciones de aplicación. Los ministros de la Corte —que no todos los jueces del país— fueron electos en una mecánica de segundo grado, sin la intervención de partidos políticos y con la injerencia de los caudillos de la época. Todo ello produjo la creciente subordinación a quienes detentaban el poder político. Nada de esto aparece en las historias de bronce de López Obrador. Más bien queda oculto bajo las alegorías de un pueblo compuesto por “ciudadanos imaginarios”.
Tan bucólicas consideraciones sobre el pasado y sus inherentes virtudes se quiebran bajo los escenarios actuales. Uno de los problemas más serios de nuestro tiempo son las condiciones de operación de los partidos políticos. Es por ello que resulta sorprendente suponer que éstos, sin más, serán los encargados de mediar en la composición del órgano que habrá de revisar la legislación que los regula y los actos que realicen. ¿Queremos que los poderes que deben hacer el contrapeso constitucional queden integrados por 5 miembros del partido A, 4 del partido B o por alguna combinación semejante?
Es en este último aspecto donde descansa el verdadero problema de la pretendida reforma lopezobradorista. En el hecho de que la legitimidad de los juzgadores constitucionales sea la misma que la de los representantes democráticos. Una cosa es que las mayorías tengan la posibilidad de tomar las decisiones que consideren propias de su ideario o de sus intereses, y otra muy distinta es que tales decisiones se ajusten a lo previsto en la Constitución y respeten los derechos de las minorías.
Cuando los jueces son designados mediante el voto popular, su origen y legitimidad son los mismos que los de los representantes populares. Ello no sólo borra su condición contra mayoritaria, sino que le asigna una condición meramente funcional a lo decidido en las urnas. Bajo esas bases, los jueces no tendrían por qué ordenar los fenómenos sociales con la finalidad de preservar a las minorías, respaldar las diferencias o distinguir las competencias. Su papel sería el de asumirse como uno más de los realizadores del programa mayoritario respaldado por los comicios electorales. Los juzgadores así designados terminarían por ser parte del movimiento político hecho gobierno. En modo alguno podrían llegar a ser freno o contrapeso a las dinámicas mayoritarias.
Cuando el presidente López Obrador habla de la vinculación de los jueces al pueblo, en realidad se trata de un intento de subordinación a su gobierno. Su propuesta se da después de que la Suprema Corte prohibiera la incorporación de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa e invalidara dos leyes que formaban parte de la llamada “reforma electoral”. Bajo el gastado y evidente llamado al pueblo, trata de ocultar el cada vez más notorio intento de concentrar el poder, ahora bajo la condición plebiscitaria que busca imponer a las elecciones del 2024.