Una reforma tan compleja como la acabada de publicar concerniente a la función judicial conlleva una gran cantidad de motivaciones y efectos. Los daños causados y por causar a nuestra de por sí pobre institucionalidad son tan grandes y profundos, que sus reales implicaciones aparecerán cuando las cosas se vayan desarrollando. Sin embargo, y sin importar cuándo aparezcan, hay algunos elementos que permiten conocer que repercutirá para la mayoría de la población.
De distintas maneras se han destacado los problemas del mal diseño para elegir a los juzgadores, el quebrantamiento a las lealtades constitucionales, la anulación de la independencia judicial y las condenas por parte de los sistemas internacionales de derechos humanos. Se ha señalado también el arrastre que la reforma le implicará a las finanzas nacionales, así como a las inversiones requeridas para realizar el programa de gobierno triunfador en las elecciones del 2 de junio. Se ha hablado también de las irregulares operaciones jurídicas y morales que el oficialismo realizó para sacar adelante la reforma, desconociendo sus dichos sobre el valor de su movimiento y de los sujetos principales que lo componen.
Sin embargo, se ha hablado menos de las cosas que no quedaron expresamente representadas en los procesos iniciados el 5 de febrero. Como ilustra el ensayo de James Baldwin, no hemos considerado la evidencia de las cosas no vistas. De los elementos no explicitados en la iniciativa de reformas, los discursos de sustento y los procesos legislativos realizados durante varios meses.
El mejor ejemplo que evidencia lo no dicho es el artículo decimoprimero transitorio del decreto promulgatorio de la reforma judicial: “Para la interpretación y aplicación de este Decreto, los órganos del Estado y toda autoridad jurisdiccional deberán atenerse a su literalidad y no habrá lugar a interpretaciones análogas o extensivas que pretendan inaplicar, suspender, modificar o hacer nugatorios sus términos o su vigencia, ya sea de manera total o parcial”.
A primera vista pareciera que estamos ante una disposición técnica para ordenar el modo en que el decreto promulgatorio debe ser interpretado y aplicado. Sin embargo, lo que ese artículo demuestra es la ignorancia sobre las posibilidades interpretativas, el afán de control de los procesos por venir y el temor al sistema jurídico del que se forma parte. Lo primero, porque las apelaciones a la literalidad no pasan de ser manifestaciones vacías hechas por su emitente desde la posición en la que decidió colocarse. Lo segundo, porque así y desde ahí, asume que los únicos factores culturales intervinientes en un proceso son aquellos que le son propios. Lo tercero, porque finalmente muestra su temor a cualquier posibilidad de disenso mediante la infantil e imposible apelación a un sentido total y definitivo de su texto acudiendo a la mera sucesión de unas palabras.
Supongo que al redactar el artículo decimoprimero transitorio, los legisladores federales pertenecientes a la mayoría supusieron que estaban mostrando el poder que les da esta condición. Algo así como el acaparamiento de todo el proceso en los términos dispuestos por ellos mismos. Lo que a mi parecer lograron, eso sí, fue mostrar sus propios temores a la participación de otros en el proceso electoral que pronto iniciará. También, su incapacidad para generar reglas adecuadas para conducir sus propias decisiones. Su actuar se parece al de esos niños que se llevaban su balón cuando el juego no iba como ellos querían. La mayoría oficialista se atrincheró en el dictum de su palabra. Apeló a su imposible objetividad, suponiéndola posible únicamente porque ella misma la escribió.
Ministro en retiro de la SCJN. @JRCossio