Pocas autoridades —oficialistas o no— parecen darse cuenta del reto que avanza en paralelo a la reforma judicial recientemente aprobada. Más allá de sus motivos, deficiente concepción y atropellada instrumentación, sus resultados y efectos habrán de manifestarse en el contexto de las diversas transformaciones procesales en marcha. La reforma judicial irrumpirá en los muchos procesos judiciales pendientes de concluir.

Al respecto, debemos recordar que en 2016 entraron en vigor los procesos penales acusatorios en todo el país. De entonces para acá han sido pocos los esfuerzos para terminar los pendientes en policías, servicios forenses, fiscalías y juzgadores. Prácticamente al mismo tiempo, comenzó una tímida e inconsistente modificación de los procesos mercantiles que siguen sin conclusión ni arraigo. También están en marcha, y también inconclusas, las transformaciones en la justicia laboral. Después de un arranque ciertamente potente, han caído en la inercia y la ralentización. Finalmente y con motivo de la aprobación del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares, están por arrancar los profundos y extensos cambios que esta legislación impone a la Federación y a las entidades federativas.

Si sumamos los procesos judiciales que se están modificando, ajustando o implementando, parecen involucrar un amplio porcentaje de la totalidad de los litigios nacionales. Además de la magnitud que en sí misma es relevante, el asunto tiene una muy seria dimensión cualitativa. El asunto tiene que apreciarse en el contexto de un país en el que, por más que se niegue, los particulares y las autoridades han decidido o se han visto obligados a resolver sus conflictos fuera del sistema estatal de justicia.

Vivimos momentos en los que, así sea por demás difícil y suene prácticamente utópico, es necesario reconducir los conflictos humanos a litigios judiciales a fin de tratar de que éstos sean verdaderos instrumentos de pacificación. Si nuestra sociedad falla en este intento y más allá de si las omisiones o irresponsabilidades terminan atribuyéndose a las autoridades o a los particulares, los habitantes del territorio nacional tendrán que buscar mecanismos de protección y de resolución a sus conflictos fuera del Estado.

Quienes han precipitado la reforma judicial no parecen haber visualizado —mucho menos comprendido— las varias transformaciones procesales en desarrollo. Se han limitado a suponer que los cambios orgánicos y las designaciones electorales serán suficientes —quién sabe por qué— para alcanzar cierto nivel de justicia. En sus ingentes deseos de controlar a las judicaturas federales y locales, ignoraron la realidad procesal que mal y desordenadamente está desenvolviéndose o que, de plano, está estancada.

Las reformas procesales y la reforma judicial han sido entendidas como dos variables independientes. La realidad demostrará que están vinculadas. Que son interdependientes y que uno de los efectos de la segunda será la dificultad para que la justicia sea un mecanismo de pacificación en nuestra convulsa y violenta convivencia. Los efectos que producirá la intersección entre la reforma orgánico-judicial y la procesal no podrá atribuirse a los actores del pasado, ni a la asignada perversidad de juzgadores, abogados u otros enemigos creados con fines exculpatorios. Quienes han decidido que es necesario realizar reformas a la dimensión orgánica de la judicatura nacional, tuvieron el tiempo, los recursos y las mayorías necesarias para hacerse cargo de las implicaciones de su actuar.

Ministro en retiro de la SCJN. @JRCossio

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