A partir del pasado 16 de septiembre, fecha en que entró en vigor el decreto de reforma constitucional en materia del poder judicial, nuestra Constitución prevé la figura de los llamados “jueces sin rostro”. En la fracción X del apartado A) del artículo 20 de dicho decreto, se dispone que “(t)ratándose de delincuencia organizada, el órgano de administración judicial podrá disponer las medidas necesarias para preservar la seguridad y resguardar la identidad de las personas juzgadoras, conforme al procedimiento que establezca la ley”.

La expresión “resguardar la identidad” permitirá ocultar la identificación de quien haya de juzgar a las personas acusadas de la comisión de delitos de delincuencia organizada. El procesado no sabrá quién conduce su proceso, quién tiene la obligación de respetar sus derechos humanos, quién la de conducirse con imparcialidad y dictar la sentencia que lo condene o absuelva.

La decisión tomada por los integrantes de los órganos que intervinieron en la reforma constitucional tiene enormes implicaciones para los habitantes de la República mexicana. Desconozco si fueron conscientes de la magnitud de su decisión individual, pero introdujeron una flagrante distorsión a los principios básicos del estado de derecho y de la gobernanza democrática.

Quienes votaron a favor de la adición hecha en la Cámara de Diputados, sabían o debieron saber que la Corte Interamericana de Derechos Humanos había declarado en diversos casos la inconvencionalidad de la figura de los “jueces sin rostro”. Que ese tribunal consideró que la misma era violatoria del artículo 8 de la Convención Americana de los Derechos Humanos por vulnerar la independencia e imparcialidad judiciales, la presunción de inocencia, el derecho a no declarar bajo coacción y a la publicidad del proceso. Al actuar como lo hicieron, los legisladores oficialistas expusieron al estado mexicano a una condena internacional.

Quienes votaron a favor de los “jueces sin rostro”, posibilitaron la introducción de ese tipo de notables excepciones al de por sí incierto futuro del debido proceso. Como la tipificación de la delincuencia organizada tiene rango legal y sus supuestos pueden aumentarse de manera ordinaria, es posible y probable que en el futuro asistamos a la ampliación de tales supuestos. En la Ley Federal Contra la Delincuencia Organizada en vigor se consideran como tales a los delitos de terrorismo, acopio y tráfico de armas, tráfico de personas, tráfico de órganos, corrupción de menores, trata de personas, secuestro, hidrocarburos y contra el ambiente. Basta con que el legislador determine qué otras conductas deben tener el carácter de delincuencia organizada para que alguien sea procesado por un juez desconocido.

Es posible que quienes votaron a favor de los “jueces sin rostro” se sientan cómodos con el eufemismo de la expresión. Un juez sin rostro evoca a una persona concreta y real, presente ante nosotros cuya faz no conocemos. Más allá de este acomodo moral, a lo que en realidad asistimos es al enmascaramiento de la justicia misma por no saber quién la imparte. Los antiguos griegos representaban a la diosa de la justicia, Themis, con una venda en los ojos a fin de mostrar su imparcialidad. Themis era una diosa y los “jueces sin rostro” personas de carne y hueso. Themis actuaba en las posibilidades y restricciones de la cultura y las creencias de aquel mundo griego. Nuestros “jueces sin rostro” lo harán, enmascarados, en el riesgoso mundo de la seguridad nacional. En ese hábitat en expansión en el que las personas y sus conductas van adquiriendo su dimensión por lo que son y por lo que no son. En donde el enmascaramiento del juzgador sirve para hablar en nombre de quien le colocó la máscara y pronunciar su fallo.

Ministro en retiro de la SCJN. @JRCossio

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