El viernes 8 de diciembre hubo un grave enfrentamiento en Texcapilla, Estado de México. En el video que circuló en redes sociales aparecen distintas personas discutiendo entre sí. Luego se escuchan detonaciones y comienzan varias persecuciones. Caen algunos individuos que siguen moviéndose o permanecen inertes. Unas personas corren para protegerse y otras son golpeadas cuando han caído. El video no da cuenta de las causas ni de los resultados del enfrentamiento. No puede saberse si además de lesionados hay muertos. ¿Fue una disputa de tierras?, ¿los involucrados actuaban contra sus autoridades?, ¿fue un pleito vecinal por las fiestas o los deberes comunitarios? El minuto y medio de grabación no lo responde. Las escenas no son definitorias en lo absoluto.
Las armas de fuego vistas y escuchadas no son concluyentes. Hoy son muchos los que cuentan con ellas. Los machetes y hoces menos aún. ¿Por qué una herramienta pasó a ser un arma? Las vestimentas de los participantes son propias de una región fría y agrícola. Los automóviles estacionados son comunes. Nada hay que permita distinguir a los participantes ni a los que parecen ser grupos rivales. La asignación de sentido a las imágenes de Texcapilla requirió de fuentes adicionales, pero en sí mismas nos mostraron una especie de continuidad social. El que la diferencia entre los participantes del enfrentamiento haya sido su bando y no su clase, cultura o procedencia.
La continuidad social vista en el video muestra, también, un aspecto general que no terminamos por reconocer. La suposición de que la delincuencia nacional puede identificarse fenotípica, cultural o socialmente. Que los rasgos prevalecientes en la vestimenta, la música o el consumo diferencian a los delincuentes de quienes no lo son. El evidente clasismo de los estereotipos oculta la penetración de las actividades delictivas en la sociedad al asignárselas sólo al grupo con las particularidades postuladas a algunos de sus integrantes. Sin embargo, y como en Texcapilla, tales rasgos no se corresponden con los clichés para diferenciar entre los delincuentes de botas, hebillas o corridos, y las personas que no lo son sólo por no usarlas o escucharlos. Los componentes simbólicos que se supone son propios de cada grupo en realidad están mezclados. Hay delincuentes que disfrutan de un tipo de música o de eventos “no delincuenciales”, y sujetos que, no participando en actividades delictivas, gozan de ellos. Aun así, las adscripciones mantienen la función señalada.
Gracias a ella, los delincuentes son siempre los otros. Los halconcillos, los sicarios o los grandes capos. Conductores de “trocas”, asesinos o actores semejantes. La visibilidad de la que se les ha dotado hace que nadie más esté a la vista. La corrupción, los arreglos, los transportes, las protecciones o los blanqueos no existen. Todo quedó reducido a unos cuantos creíbles y cómodos personajes y a sus consabidos papeles. Sin embargo, la realidad nacional se asemeja mucho a lo visto en el video de Texcapilla. Una continuidad de personas acorde con nuestra distribución poblacional. Una constante en donde la diferencia está dada por la participación en actividades vinculadas con el crimen. En donde, como en el video, las diferencias no son el origen social ni la capacidad de consumo. Tampoco la vestimenta, los vehículos o el recreo. Que no lo queramos ver es parte de los juegos que llevan años practicándose. El minuto y medio de un video tomado prácticamente por casualidad, nos dejó ver una parte de lo que a diario sucede y nos negamos a reconocer. No sólo la extensión de la delincuencia, sino su creciente arraigamiento social.