El hackeo a los servidores de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) evidenció algunos temas relevantes de la vida nacional. El primero, el inseguro sistema informático de una organización que, por definición, se sabe expuesta a ataques internos y externos. A un cuerpo que no puede alegar —como lo hizo el Presidente de la República en su defensa— el mantenimiento de equipos, programas o redes para justificar su vulnerabilidad o vulneración. El segundo fue la ausencia de mecanismos de control. A los hechos y a las pobres justificaciones presidenciales, no siguieron acciones por lo ocurrido. Nada se ha informado acerca de cómo sucedieron las cosas, del nivel de exposición o daños, ni de las acciones de control o de las reparaciones por los perjuicios sufridos. Menos aún se informó de las personas, integrantes o no de las fuerzas armadas, que quedaron expuestas a represalias o riesgos. Todo se redujo a lo dicho por el Presidente, lo cual, a su vez, es por demás preocupante.
¿Qué explica el hecho de que López Obrador haya concentrado todo lo relacionado con el hackeo a la Sedena? La respuesta inmediata es su carácter de comandante supremo de las fuerzas armadas del país. Si bien esta posición institucional justificaría la reacción inicial, no alcanza para comprender el subsecuente silencio de los mandos militares. Una cosa es hablar primero y otra, muy distinta, hablar en exclusiva. El Presidente de la República tuvo que haber instruido el inicio de explicaciones, investigaciones y responsabilidades, públicas e inmediatas, y darles seguimiento. Debió ordenar respuestas y protecciones a quienes pudieran resultar afectados con las filtraciones, y mostrar preocupación por la institución vulnerada y empatía por las personas vulnerables. Nada de eso se hizo.
La simpleza de las explicaciones —el mantenimiento de los sistemas—, la imputación de responsabilidades —grupos externos—, la trivialización de los hechos —alguna información obtenida— y la evasión de la salida —una canción—, no hicieron sino mostrar la gravedad del asunto. No del hackeo mismo, sino el de las conductas presidenciales. López Obrador nos mostró, una vez más, su estilo patrimonialista de gobernar. El hecho de que todos los integrantes del gobierno —fuerzas armadas incluidas— se limiten a ser una extensión de su persona. Un conjunto de instrumentos establecidos para ejercer su voluntad, con independencia, desde luego, del valor o de los alcances que puedan tener. Lo que las fuerzas armadas tengan de propio o de valioso, queda relegado para servir a lo que el Presidente considere útil para su proyecto de transformación nacional. Es él quien define lo que debe hacerse u omitirse con un cuerpo de servicio que, por definición histórica y jurídica, tiene sus propias reglas de operación.
Cuando el Presidente habló en nombre de toda la Sedena con motivo de los hackeos, no fue para fijar un control de daños, deslindar responsabilidades o proteger bienes y personas. Al trivializar el problema y jugar con él, quiso dejar en claro que el Ejército le pertenece. Que es una parte más de su administración y que, por lo mismo, él la controla. Los valores constitucionales en los que descansa la existencia y operación de las fuerzas armadas quedaron desplazados por los de López Obrador. Ello nos permitió darnos cuenta, una vez más, de que para el Presidente la institucionalidad militar no es en sí misma valiosa o relevante, que las cadenas de mando, la disponibilidad de efectivos, la secrecía de las operaciones y la disciplina son valiosas porque le son útiles para la realización de sus propósitos políticos. Porque son el medio más eficiente para lograr resultados rápidos y poco transparentes. Vehículos privilegiados de su voluntad por sus formas de hacer.
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@JRCossio