Es el nuestro un tiempo de contradicciones y disputas. Las personas se consideran agraviadas por variados motivos. Están prestas a reprochar a los demás sus conductas. Pero independientemente de la veracidad y calidad de los reclamos, las respuestas tienen una constante. No importa si se trata de corrupción pública o privada, voracidad empresarial, extensión de la delincuencia, saltos partidistas o tradiciones a lo que cada uno consideraba inamovible. Los reclamados se hablan y nos hablan de la tranquilidad de su conciencia.
Esta expresión se ha convertido en la salvaguarda y justificación para que el reprochado siga adelante en sus tareas, protegido con un halo de congruencia, cuando no de santidad laica. Quien cambia de partido —la organización que era la encarnación misma de su ser— continúa su nueva vida política gracias a la tranquilidad de su conciencia. Quien abandonó las funciones que consideraba lo más esencial de su vida para emprender otras nuevas y del todo contrarias, se refugia con gran comodidad en el mismo espacio personal. Quien fue mostrado recibiendo dinero en efectivo o celebrando ilícitos acuerdos, trasciende al hecho invocando un estado interior.
Quienes han asumido —y asumirán— su condición psicológica para justificar sus actuaciones frente a los reproches, bien se guardan de explicarse —y de explicarnos— de qué se compone su refugio. No nos dicen si se trata de una posición personalísima o de una ideología compartida. Mantienen un punto de fuga en el que lo público se reduce a una subjetividad impenetrable. El tranquilo concienzudo dialoga consigo mismo y se justifica ante sí mismo. Todo lo demás le sobra. El tranquilo concienzudo puede estar frente a lo que los demás estiman traición o delito, pero como ello no es reprochable en su conciencia, no tiene valor externo. Los reproches quedan incorporados y justificados en lo que, como juez supremo de su individualidad y de su sociedad, haya decidido por sí y ante sí.
Los tiempos por venir serán convulsos. No sólo por los inmediatos efectos de las sucesiones políticas a las que pronto habremos de asistir. Más a profundidad, por la modificación de factores globales, nacionales y regionales en la forma de seguridad, presencia delincuencial, migraciones, replanteamiento de creencias o transformaciones de mercados, por ejemplo. Los cambios sociales generarán mutaciones individuales. Al enfrentar unas y otras, no deberemos asumir que la mera invocación a la tranquilidad de conciencia justifica traiciones ni abandonos. No debemos permitir que las subjetividades se impongan sobre lo que debe ser público y común. Las normas jurídicas —con todos sus problemas— tienen una base democrática que les da legitimidad. Frente a las huidas subjetivistas al mundo de la individualísima conciencia de cada cual, es necesario demandar la subordinación de todos a las reglas con las que queremos constituir y mantener nuestra de por sí complicada vida común. Sospechemos de todo aquel que sin más nos invoque a su conciencia como causa generadora de su actuar y de su tranquilidad. Forcémoslo a dejar de lado tan propio y tan cómodo espacio personal a fin de que constriña su actuar a las normas de la sociedad en que vive. Hagamos que se responsabilice frente a los elementos comunes a todos. De eso se trata, también, la vida democrática.