Hay inquietud por la acción política del gobierno actual, por su modo de construir escenarios, identificar rivales, denostar opositores o atacar segmentos sociales. Hay quienes se preocupan por la falta de oposiciones o, al menos, de frenos y contrapesos al gobierno, su partido y sus legislaturas. De esto se habla mucho, con razón o con exageración. Hay menos reflexión y crítica en la fatal combinación entre la incapacidad de gran parte del funcionariado actual y la carencia de recursos para llevar a cabo sus labores. Prácticamente a diario nos enteramos de la ineptitud de autoridades o de la falta de medios para llevar a cabo las funciones asignadas.
En el grupo de las incompetencias, hay ejemplos de extemporaneidad en las compras, indeterminación de los objetivos buscados y falta de distribución de los insumos adquiridos. Se informa de los procesos que el Estado perdió porque sus funcionarios no aportaron pruebas o lo hicieron de manera equivocada, no se apersonaron en juicio o no pudieron clarificar condiciones de inversión. Hay ejemplos de mala convocatoria a licitaciones, inadecuada redacción de decretos o reglamentos o ausencia de protocolos obligatorios.
En el ámbito de las carencias, los ejemplos no son más halagüeños. En una secretaría de Estado o en un órgano regulador, una persona sola, mal pagada y en mucho despreciada, ha de resolver numerosos asuntos. En otra u otro, no hay insumos de papel, tintas o apoyos y las decisiones no pueden materializarse. En otros órganos, simplemente no hay quien pueda hacer aquello que se tiene que hacer, no por amable concesión gubernamental, sino por mera obligación jurídica.
Sin incorporar otros elementos críticos, ideologías, o preferencias o rechazos a quienes ejercen el poder, la suma de incompetencias y escaseces está demoliendo partes relevantes de la vida nacional. De a poco, pero consistentemente, se precarizan los servicios que el Estado está obligado a proporcionar. Eso ha sido visibilizado y aceptado ya por propios y extraños, más allá de las justificaciones o explicaciones que cada cual quiera o pueda dar. Hay, sin embargo, un ámbito adicional que está siendo igualmente destruido, del que se habla menos, tal vez por su menor visibilidad.
En la lógica mundial de las últimas décadas, se ha estimado que todo o mucho de lo que es valioso, tiene carácter privado. Que atañe a decisiones individuales y tiene que constituirse frente a lo público. Gracias a ese pensar, el Estado y sus agentes son vistos con sospecha y denigrados bajo la común y simplificada etiqueta de la burocracia. Una especie de lacra social, rentista, abusiva y corrupta. En la representación, desde luego intencionada, se insertó no solo a perezosos y sinvergüenzas, sino también a quienes tenían que llevar a cabo acciones para crear bienes comunes y, por lo mismo, públicos. Quienes tenían que construir el entramado institucional para que, mediante permisos, sentencias, mediaciones, autorizaciones y un número amplio de decisiones semejantes, le dieran forma a las relaciones sociales y a las construcciones individuales aceptables en nuestro tiempo.
Cuando el gobierno actual achica insensatamente su administración, cuando conscientemente precariza a su propio funcionariado bajo la bandera del combate a la corrupción o la acumulación de austeridades, lo único que logra, más allá de pesos y centavos, es disminuir las posibilidades de construcción de relaciones sociales al privarnos, a todos, de los elementos normativos y regulatorios que las sustentan. El gobierno actual puede estar reiterando, bajo otras formas, justificaciones y retóricas, los viejos supuestos neoliberales que dice combatir. Sin buscar la liberalización del mercado, pero queriendo liberalizar al Presidente de ataduras institucionales, está perdiendo el acompañamiento eficaz para lo que se quiere transformar y las bases para ordenar a un país crecientemente convulsionado. Su problema no es la política, es la administración. No la comprende ni para sí, ni para los otros.
Ministro en retiro. Miembro de El Colegio Nacional.
@JRCossio