Las últimas semanas han sido las peores para la justicia. A antiguos reclamos y fallas, desesperanzas e incompetencias, se han sumado nuevas noticias de lo que pasó y dejó de pasar en Ayotzinapa. No se trata solo de que a estas alturas no haya avances concretos ni condenas. Tampoco es que se hayan producido absoluciones o frenado procesos en marcha. Lo verdaderamente grave es apreciar de modo cabal y sin filtros, que la justicia de y para Ayotzinapa, es decir, todo lo relacionado con crímenes, perpetradores y culpas, no tiene una sede de definición.
Nuestra Constitución y las leyes que de ella emanan, contienen un modelo donde los delitos se persiguen por el ministerio público. La idea es evitar que cada cual busque hacerse justicia por propia mano. Con el fin de impedir que cada uno de nosotros termine por fundamentar la venganza en su propia subjetividad, la persecución se centraliza en autoridades del Estado que actúan con base en normas con pretensiones de objetividad. Para que la determinación de responsabilidades y la aplicación de castigos pueda darse, es preciso que los jueces analicen los elementos aportados para acreditar hechos y responsables, así como aquellos que se presenten con el objetivo de confrontarlos o negarlos. Para no dejar en manos de una sola persona las posibilidades del castigo, lo decidido por un juez puede impugnarse ante otros órganos jurisdiccionales. Éstos revisarán lo que se haya resuelto hasta llegar a una decisión dotada de racionalidad, así sea de carácter interno.
Si la construcción de verdades jurídicas –y sus sanciones— tienen que darse en condiciones semejantes a las que acabo de señalar, cabe hacer una pregunta, cruda pero definitiva, respecto de Ayotzinapa. ¿Es posible determinar en sede judicial lo que aconteció en aquellos días y lo que con motivo de ello se suscitó en los años siguientes? ¿Sigue siendo viable que en ese caso las actuaciones de ministerios públicos y juzgadores permitan significar conductas y aplicar castigos?
Desde hace tiempo, y en las semanas últimas con preocupante incremento, vemos que la producción de sentidos sobre lo acontecido en Ayotzinapa se ha realizado fuera de los procesos judiciales. Sea mediante un contundente artículo en The New York Times, en las reiteraciones y las retractaciones a lo informado por la Comisión de la Verdad o los silencios de las fuerzas armadas ante lo que se les exige responder. Aun cuando lo que hemos visto en estos días pareciera no diferir mucho de lo que se dio en otros momentos, hay un elemento que parece novedoso. Más como expresión de un fenómeno institucional que estrictamente comunicacional.
Con el pasar de los años nos hemos quedado sin un lugar público y común en el que Ayotzinapa esté siendo discutido. Más grave aún, es muy probable que el mismo esté cancelado. ¿Es posible asumir con seriedad que las actuales fiscalías, policías, fuerzas armadas, servicios periciales y juzgadores estén en capacidad de dar cuenta de los hechos, las conductas y los responsables de aquella terrible y ya permanente noche? ¿Es posible creer que los políticos buscan, ya no digamos el esclarecimiento de la verdad, sino su mera existencia una vez que se produzca?
Ayotzinapa no tiene sede de resolución. La institucionalidad que pudo permitirla se quebró. Las apelaciones a la justicia son invocaciones a un “no-lugar”. A unas prácticas que no pueden tener fuerza constitutiva. Estamos en un momento en el que las autoridades mantienen viva una fantasmagoría que, por sus propias conductas, no puede darles lo que por ingenuidad o malevolencia pretenden exigirle.
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Ministro en retiro de la SCJN.
@JRCossio