Merolico no pide la palabra, nadie se la da, se la toma, de pronto habla y a base de hablar, sí que largo y tendido, va tendiendo un tendedero, un tenderete, un tendido de espectadores de paso que se van quedando pues algo tiene o dice o es o muestra o cuenta o pregunta u ofrece, Señor señora señorita chamaco chiquitín niña linda abuelita no se me vaya a caer pásele por acá… Su decir, ahí sí que circular, circunda, rodea, envuelve en la historia que narra, en el diálogo que teje con este o aquella que lo mira. Los azorados paseantes convertidos en auditorio van haciendo un círculo segundo o tercero de curiosos que más que a ver se han quedado a escuchar a ese malabarista al que no se le cae palabra, verbo, sustantivo, conjunción o adverbio en su letanía de exorcismos Ruega por el por ella sí tu jovencita la de la trenza güerita dime tu cómo te llamas si no quieres que adivine, Margarita, ¿no es así?

El sábado al mediodía estuve largo rato paseando por la Plaza de la Constitución mirando en todas direcciones tantas imágenes y sonidos del entorno y fui hilvanado recuerdos de muchas cosas vistas y oídas en ese lugar que ya no es igual, pero sí es el mismo porque la memoria sabiendo los detalles los ignora y prefiere las tramas tejidas como lianas en el bosque o selva o desierto que llevamos dentro.

Entre muchas recordé mi primera imagen del Zócalo de los cincuenta y poco cuando era un jardín con pasto y setos entre los cruzados senderos de pasillos simétricos con un centro cardinal. Paseantes, andariegos, comerciantes, vendedores, boleros, cilindreros, pajareros, adivinos, reposados, recostados, burócratas, tranviarios, contribuyendo todos a un bullicio variopinto e indiferenciado a no ser por aquel buscador de su propio espacio. Atrás de la raya que estoy trabajando…, dueño del peculiar arte de hablar buscando la atención de sus improvisados escuchas alineados en un círculo de tiza, El Merolico.

Fuera mi mamá que me llevara a comprar pantalones de vestir a La Explosión en Brasil 8 o yo la acompañara a acompletar la loza a La Anfora o cirios y velas en Venustiano Carranza a un costado de la Corte o algo de manta de cielo, cambaya, popelina, cabeza de indio o cretona por las tiendas de tablas de Jesús María. Fuese mi papá que iba a pagar sus contribuciones al Salón del Timbre en Palacio, me llevara a San Bernardo el templo al que le cambiaron la puerta al otro lado o se parara a comprar caña para morder chupando, dos cosas jamás faltaron, el momento de la contemplación a medio Zócalo y una escala antojadiza en Beatricita, Don Polo, La Celaya, El Sidralí, los batidos María Elena en Pino Suárez, El Moro en Niño Perdido o un café con huesos que sopear en La Blanca de Cinco de Mayo donde sin mayor preámbulo Don José le propuso matrimonio a Doña Yolanda allá por el 45.

Por años en esas rondas yo caí cautivo de cuanto merolico se nos cruzó, extasiado y no sé si decir mirándolo pues eran sus palabras el imán que me pegaba al piso ante la impaciencia de Yolanda Si no dice nada, ándale muévete o la distracción de José que aprovechaba mi obligada escala para consultar la sábana del último sorteo en busca de reintegro o compraba el obligado cachito de la suerte perseguida.

Desde esa edad he seguido y perseguido a cuanto merolico he hallado aquí y donde haya sido y en cuanto pude pregunté sin tregua a cada uno de esos todos ¿Cómo le hace? Pasados muchos años y decenas de entrevistas, Erasmo Concha, Don Pescado, me reveló en su espacio detrás del Hemiciclo, el secreto de cómo hacer ese arte de palabrear sinfín y hasta sin tema más nunca sin propósito, que te escuchen.

El sábado mirando Palacio, recordando el Salón del Timbre y teniendo presente, y cómo no, las homilías mañaneras del hoy desde hace rato, recordé las lecciones de Don Pez y entendí que ahí está la miga.

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