No hay manera de resolver un problema, si este no se reconoce. Los primeros pasos para solucionarlo consisten en identificarlo, aceptarlo, contar con un diagnóstico y tener la disposición de corregirlo. El gobierno de López Obrador ha actuado, en su soberbia, de otra manera. Más preocupado por la imagen, por arrebatarle a la historia un sitio que no le corresponde, por conseguir que todo lo que se haga abone al propósito de conservar el poder y mantener la aprobación de la población. Nada importa si la demagogia de la supuesta transformación se mantiene en el ánimo de sus seguidores.

En su esquema todo vale siempre y cuando el rendimiento electoral se mantenga, mientras él pueda imponer a sus incondicionales en posiciones clave, en tanto su poder se concentre más allá del descrito por Jorge Carpizo hace 45 años, cuando se refería a las facultades metaconstitucionales. Él no requiere reconocer problemas, los de siempre o los generados y agudizados en estos 52 meses de gobierno, porque tiene a la mano el estribillo de “fueron los de antes, los corruptos, los neoliberales, los conservadores, los de la mafia del poder” y muchos epítetos adicionales. Pasa por alto un hecho incuestionable: en menos de un año y medio, concluirá su mandato y tendrá que entregar cuentas. La mayoría lamentaremos que sus delirios se habrán consolidado en afectaciones múltiples a nuestra sociedad y sus instituciones.

Por desgracia él confundió la tarea. Lo que México requería era un estadista en funciones y no un líder social en campaña permanente. Un reformador de nuestro sistema y no un transformador de cuarta; un dignatario que escuchara, convocara, uniera y encaminara las soluciones que le urgen al país y no un personaje rencoroso que envenena, polariza y fractura; un demócrata y no un gobernante autoritario y resentido, empeñado en insultar a sus adversarios y, peor todavía, empeñado en deteriorar las instituciones y regresar al pasado.

Esas actitudes, la forma de gobernar y la avidez de rodearse de incondicionales ineptos, han contribuido al deterioro de nuestra realidad, a sumir en el luto y el dolor a nuestro país. Basta comparar las condiciones de diciembre de 2018, llenas de deficiencias, con las de ahora, para decir “estábamos mejor cuando estábamos mal”. Han transcurrido tres cuartas partes del periodo presidencial y lo que preocupa es el deterioro que todavía puede acumularse en una gestión que va de salida.

Ya alcanzamos el tiempo de reflexionar y hacer una valoración de lo sucedido. Es hora de preguntarnos si es cierto que los funcionarios de este gobierno son honestos y eficientes en sus tareas. Si la corrupción se ha acabado o está en vías de desaparición, cuando no pueden manejar uno de sus múltiples tumores de descomposición y hurto, el de Segalmex. Si consiguieron aminorar las dolorosas condiciones de decenas de millones de mexicanos que viven en pobreza y pobreza extrema, que han esperado por generaciones para salir de esa situación.

Es tiempo de revisar si los servicios de salud, con sus 800 mil muertos en exceso, serán este año como los de Dinamarca. Si la educación de niñas, niños y jóvenes es la que se requiere y si la seguridad con sus más de 150 mil homicidios es la que México merece. Es el tiempo de considerar si el gobierno federal está libre de culpa en el caso de los migrantes quemados o asfixiados en Ciudad Juárez. En fin, en una cosa tiene razón López Obrador: ellos no son como los de antes… ¡son peores!

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