La decencia es, según el diccionario, la “dignidad en los actos y las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”. Se trata del “recato, honestidad, modestia, aseo y compostura correspondiente a cada persona...” Entre los sinónimos se pueden citar el pudor, la moderación, la virtud, la vergüenza, el decoro y el honor. Lo contrario está constituido entre otros, por la indecencia, el deshonor, la grosería y la indignidad. Me parece que a la política, en nuestro mundo y por supuesto en nuestro país, le faltan mayores niveles de decencia. Soy uno de los que consideran que la política es una actividad superior del ser humano, que sin embargo requiere de mayor decencia. Esto no es algo novedoso, dos mil 400 años atrás, Platón planteó una verdadera teoría del Estado, una que establece que las acciones de cualquier gobierno deben sostenerse en la ética y la razón. Una teoría que asigna al Estado la tarea de ser el “promotor de la vida digna” de las personas y que anima a conseguir que estas puedan alcanzar sus propósitos, su bienestar, su felicidad. Por desgracia, estos principios con frecuencia no se cumplen en la realidad.
Así, no debe extrañar que, en cualquier ejercicio de medición de la opinión pública, la política salga mal librada. Los políticos, los partidos y las actividades que derivan de su acción, están muy mal calificados por la población. Tampoco debe sorprender que con frecuencia a la política se le relacione con actos indebidos: corrupción, engaño, fraude y falsedad. Por ello debe preocuparnos, y mucho, que al “buen político” se le identifique con la mentira y la traición, con el engaño y el cinismo. Es verdad que no se puede generalizar, pero también que la política tiene que cambiar. De no hacerlo, la sociedad no se interesará por la política y por los asuntos públicos. Será difícil convocar a los mejores para formar gobierno y resultará casi imposible motivar la participación de la juventud. ¿Con qué autoridad se puede invitar a participar en la política, cuando en muchos casos ésta se ha convertido en un aquelarre de egoísmo, escándalo y lucro? Si se quiere fomentar la participación, la formación de ciudadanía y derrotar al abstencionismo entre muchas otras, se requiere de un cambio profundo en las formas y en el fondo de la vida política y partidaria, en el comportamiento de los políticos. Urge por ello una moral pública distinta, una ética renovada entre los políticos y sus instituciones. ¡Se requiere con urgencia, de mucha más decencia!
En la tarea, uno de los primeros pasos consiste en recuperar la confianza de la sociedad. Para ello, algo inmediato es el apego y la defensa de la verdad. La importancia de esto es tal que, como ha indicado Snyder, “renunciar a los hechos es renunciar a la libertad”. Todos tenemos la obligación de evitar y combatir las invenciones y mentiras, de rechazar las repeticiones insistentes y falaces, de exigir congruencia y consistencia en las propuestas, los planteamientos y los informes. A todos toca la responsabilidad que, sin embargo, es mayor para quienes participan en el servicio público y para los egresados de la educación superior, aun cuando nadie esté exento del cumplimiento del deber. Al recibir el Premio Nobel de Literatura, Camus señaló que: “Si un día el quehacer del político se acerca al del escritor y pone su trabajo al servicio de la verdad y la libertad, ese día la política será otra y el político se habrá salvado y habrá cumplido”. Por ello la política no puede estar al servicio de la mentira, de la servidumbre o del autoritarismo. Es por esto por lo que, insisto, para avanzar en la dirección correcta, requerimos más, mucha más decencia.
Exrector de la UNAM.
Twitter: @JoseNarroR