Son muchos los asuntos que deben cambiar en nuestro país. Los más importantes tienen que ver con los grandes problemas nacionales, con cuestiones de siempre que, además de su larga historia, son muy dolorosos por evidentes y por generar afectaciones a la calidad de vida de la gente o incluso a su dignidad. Otros tienen una prolongada presencia entre nosotros, pero resultan menos visibles y concretos. Finalmente están los que nos heredará el presidente López Obrador, que deberían ser erradicados de inmediato y que la próxima presidenta decidirá.

Entre los primeros resulta imposible omitir los casos de la pobreza y la desigualdad; de la inseguridad y la violencia; de la corrupción y la impunidad; o los referentes a la ignorancia, la muerte evitable, los empleos precarios o la alimentación deficiente. Todos son graves y un día, espero que muy pronto, tomemos la decisión de que no debemos seguir con ellos y nos comprometamos a resolverlos.

En la segunda categoría, la de los problemas graves pero menos evidentes, nuestra sociedad también tendrá que cambiar para darles el valor que merecen y que hoy, a mi juicio, no reciben. Sobresalen la democracia y la vida política; el régimen de libertades y su respeto; la participación ciudadana y la aceptación de nuestras obligaciones y responsabilidades; la tolerancia y la inclusión, lo mismo que la falta de solidaridad, el egoísmo y el individualismo.

Paso a la última condición. Me refiero a uno de los múltiples horrores que dejará el régimen que está por terminar: el autoritarismo extremo ejercido sin pudor alguno, por el presidente López Obrador. Sobran los casos para ejemplificar este señalamiento, pero solo menciono tres y lo hago en orden cronológico. El primero se refiere a su profundo desapego por la ley; su frase repetida de “…y no me vengan conque la ley es la ley” forma parte de la enciclopedia del “Despotismo Barbárico”. Uno de los ejemplos es su orden para liberar a Ovidio Guzmán y el reconocimiento en junio de 2020 de que fue él quien así lo decidió.

El segundo caso es la instrucción que dio a los legisladores federales de Morena y de los partidos satélites en marzo de 2021 para que a la iniciativa de reforma eléctrica “no le cambien ni una coma”. Por supuesto, el resultado de ello fue la obediencia ciega y el cumplimiento absoluto de la instrucción. Lo hicieron sin chistar y con expresiones de júbilo de muchos que en aquellos días aplaudieron haber sido humillados, que hoy solo lo justifican y que en unos cuantos meses se desmarcarán y negarán al caudillo de pacotilla.

El tercer episodio de la saga se relaciona con su apetito por controlar al Poder Judicial y de hacerlo con la Suprema Corte de Justicia, en especial. La verdad es que lo consiguió en un principio, con el ministro testaferro favorito que servía para transmitir las instrucciones del presidente y cerciorarse de que los deseos se cumplían. En febrero del año en curso sostuvo: “… con Arturo Záldivar cuando era presidente de la Corte, nosotros respetuosamente interveníamos…”

Llama la atención que ahora, con las denuncias en contra de Zaldívar y de Alpízar, colaborador heredado de nuevo sin pudor alguno a la Secretaría de Gobernación, embista nuevamente en contra de la Ministra Presidenta Norma Piña y diga que “si Alpízar se va de Segob, se tendría que ir Piña”. Respecto de estos tres casos y de muchos otros, habría que recordarle que “a confesión de parte, relevo de pruebas”. A 40 días de la elección, ¿qué dicen Claudia Sheinbaum y sus cercanos?.

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