En noviembre de 2016, apenas cuatro días después de que Donald Trump ganara la presidencia de Estados Unidos, Marine Le Pen dio una entrevista a la BBC. Ahí dijo que la victoria del republicano le iba a ayudar, porque “había hecho posible lo que antes parecía imposible”.
Faltaba un año para las presidenciales francesas, pero la ultrarradical de derecha (quien en esa entrevista también dijo que si ganaba no iba a aceptar ni un inmigrante más), una vez iniciada su campaña, se situó arriba en las encuestas. Eran tiempos en los que se gestaban nubarrones sobre las democracias.
Por aquellos días, y también en la BBC, el periodista Ben Wright se preguntaba si el triunfo del empresario estadounidense marcaría el fin de la democracia liberal. Recordaba cómo en una ocasión Jean-Claude Junker, el presidente de la Comisión Europea, se mofó ante algunas personas presentes cuando se acercaba Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, haciendo supuestamente un saludo nazi y diciendo “ahí viene el dictador”. Pero los momentos en que la presencia de un Orbán provocaba burlas habían pasado. “Ahora muchos líderes occidentales están sudando”, escribía Wright.
El presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, declaraba por esos días que “los valores políticos de Occidente (derechos humanos, libertades civiles, libertad de expresión y de religión, libre mercado, economía competitiva basada en la redistribución razonable y justa de los bienes, restricciones al poder, tolerancia y pluralismo político) corrían peligro de romperse”. ¿Qué habría significado la llegada de Le Pen al poder? ¿Se podría haber materializado en un “Frexit”, una salida de Francia de la Unión Europea? En esos tiempos era una posibilidad. Sus apariciones en televisión llegaban a récords de audiencia. Finalmente, pasó a la segunda vuelta, frente a Emmanuel Macron, y ahí, como siempre sucede en Francia, todas las fuerzas políticas (izquierdas y derechas no extremistas) se unieron para cerrarle el paso a la ultraderecha, en lo que en política europea se conoce como “cerco sanitario”.
En ese momento se conjuró el avance del extremismo, pero la popularidad del partido de Le Pen siguió creciendo, y se esperaban triunfos suyos en las regionales que se llevaron a cabo hace apenas unos días. Pero el partido perdió tanto en Provenza-Alpes-Costa Azul como en Hauts-de-France. Esa noticia llegó casi a la par de otra en Alemania, en donde también se temía el avance de los radicales. El partido que promulga la salida del país de la Unión Europea (el “Dexit”), Alternative für Deutschland (AfD), que ya era la primera oposición gracias a que en 2017 ganó 94 escaños en el Bundestag, tuvo una significativa derrota en las regionales de Sajonia-Anhalt, lo que supuso una mejora de 36% de los votos para el partido de centroderecha de Merkel (CDU). AfD, o Alternativa para Alemania, partido que ha sido acusado de utilizar retórica cercana al neonazismo, ha venido perdiendo fuerza, en parte por sus luchas internas y en parte por la respuesta positiva al manejo que la canciller Angela Merkel hizo de la pandemia en la primera ola. Al menos por ahora, deja de ser una amenaza inminente.
En Países Bajos, el centrista Mark Rutte se impuso a los tres partidos de la ultraderecha en marzo, y en Inglaterra, el partido responsable del Brexit, el UKIP, perdió toda representación por las fechas en que fueron expuestas las conversaciones de la novia de uno de sus últimos líderes, Henry Bolton, diciendo que Meghan Markle era una “negra americana” que “mancharía a la familia real con su semilla”, y que lo próximo será un primer ministro musulmán y “un rey negro”.
Ante estos escenarios, ¿se puede decir que hay un retroceso de la ultraderecha en el mundo? Otras noticias favorecen esta tesis: en Estados Unidos ahora gobierna un progresista, e incluso se ha llegado a interpretar el cambio de poder en Israel en este tenor, a pesar de que llegó alguien más tirado a la derecha que el propio Netanyahu, Neftalí Benet, aunque en una inusitada coalición que integra a ocho partidos, incluidos moderados, izquierdistas, pacifistas y árabes israelíes.
Para muchos, todo esto significa una tendencia. Lejos queda aquel intento de Steve Bannon de crear un “movimiento internacional populista” en Europa, con todos los líderes antiinmigración, antieuro y antiliberales, con la pretensión de mellar desde dentro a la UE. Otro dato esperanzador es que en la endiabladamente compleja política italiana en estos momentos gobierna alguien tan racional como Mario Draghi, que ha logrado aglutinar el apoyo de prácticamente todas las formaciones. Y el radical Mateo Salvini, quien se reunía felizmente con Bannon en su sueño de aquella agrupación transnacional de ultraderecha, y quien se dedicó a cerrar los puertos a los barcos de las ONG que llegaban con inmigrantes cuando fue ministro del interior, se ha derrumbado en las preferencias electorales. ¿Esto significa que el péndulo está de regreso y que el mundo retorna a la política liberal?
Pasiones populares, políticas públicas
El autor que acuñó el término “democracia iliberal”, o “antiliberal”, fue Fareed Zakaria, en un ensayo que publicó en 1994 en Foreign Affairs. La definía como un sistema en el que hay elecciones pero se coarta la libertad de prensa, hay presiones para eliminar los contrapesos o los límites constitucionales, y en ocasiones se manipulan los comicios. Otros lo han llamado “autoritarismo electoral”. Ya desde ese entonces había ejemplos en todas latitudes. “Desde Perú hasta la Autoridad Palestina, desde Sierra Leona hasta Eslovaquia, desde Pakistán hasta Filipinas”, escribía Zakaria.
En los años del trumpismo, el portal progresista Vox entrevistó a Zakaria, afirmando que su profecía se estaba cumpliendo. Apuntó en esa ocasión que los peligros de la democracia se dan más en las sociedades divididas y “sectarias”, y que el fenómeno tenía que ver con la calidad de los líderes. Alertaba sobre la tendencia hacia el “hombre fuerte” y el culto a la personalidad, y citaba los estudios que muestran que las democracias constitucionales son menos violentas y más estables que las no liberales. “Las sociedades en las que la gente puede actuar con un control del emocionalismo desenfrenado acaban teniendo un proceso más considerado y reflexivo”, manifestaba.
Luego de enumerar los inconvenientes que vienen con “la mercantilización y la liberalización desenfrenadas”, Zakaria comentaba que la palabra fascismo se utiliza con demasiada ligereza en general, y que políticos como Trump más bien son populistas clásicos, quienes “crean una conexión demasiado directa entre las pasiones populares y la política pública”. Si estos líderes inescrupulosos, “encuentran algo que toque las fibras sensibles de la gente, como la prohibición de entrada a los musulmanes, el hecho de que eso pueda ser inconstitucional o profundamente antiliberal no parece molestarles en absoluto”.
Es importante recordar, decía el autor, que a pesar de toda la represión, Putin es muy popular. “Lo que estamos aprendiendo es que los políticos autoritarios han descubierto cómo lograr un equilibrio entre el liberalismo y el antiliberalismo que mantiene a la gente satisfecha. Si consiguen dar suficiente pan y circo al público, pueden mantener una mayoría estable respaldada por un cierto grado de represión de la prensa y la oposición política”. Y concluía, ominosamente: “hay que contar con la posibilidad de que este modelo se convierta en la alternativa a la democracia liberal”.
Al acecho
En un ensayo titulado “Los partidos de ultraderecha tienden a crecer, pero luego caen”, los editorialistas de The Economist analizan la autodestrucción que se provocan muchos partidos que coquetean con el fanatismo, el racismo, la xenofobia y la homofobia. Sus mismos desplantes, difíciles de digerir por las mayorías, los acaban relegando. Al inicio, crecen como la espuma (como también pasa con algunos partidos antisistema, de extrema izquierda), y luego se derrumban. Pero los editores alertan sobre la complacencia: “debido a que muchos de los oponentes de la UE implosionan, existe la peligrosa suposición de que siempre lo harán”. Invitan a recordar la actitud de David Cameron hacia el UKIP, al que descalificó como “un montón de locos y racistas de closet”. “Diez años después, él se quedaba sin trabajo y Gran Bretaña abandonaba la UE. Ser atropellado por unos payasos no es ninguna broma”.
Mientras Joe Biden ya está siendo fuertemente acotado por los republicanos, las fuerzas de la más aberrante ultraderecha se agazapan en espera de las elecciones intermedias, y podrían volver al poder con otra presidencia de Trump o de algún otro radical, como Greg Abbott, el gobernador de Texas.
En Francia, Marine Le Pen volverá a dar la batalla en la primavera de 2022, habiendo pulido su imagen para presentar un rostro más amable, con una retórica menos incendiaria, buscando atrapar a los votantes del centro. Un análisis de la Fundación Jean Jaurés considera “nada desdeñable” la posibilidad de que se lleve la presidencia, y algunos sondeos adelantados apuntan a que Macron le ganará en segunda vuelta apenas por un 7%, una cantidad demasiado pequeña pensando en las muchas cosas que pueden salir mal. Le Pen se está montando, además, en una tendencia atestiguada tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña: las clases más desfavorecidas ahora no votan hacia la izquierda, sino hacia la derecha.
En Países Bajos, si bien es cierto que los radicales no aumentaron su votación, ahora hay tres partidos de ultraderecha, no uno, y son la tercera fuerza de oposición. “Confiar en la ineptitud de los oponentes no es viable a largo plazo”, concluyen los editores de The Economist, poniendo el ejemplo de Orbán, en Hungría, aquél aspirante a dictador que provocaba risas, pero que “en la última década se ha vuelto casi inexpugnable, burlando los intentos de la UE de frustrarlo”. El cálculo es que los populistas de derecha siguen teniendo hasta una cuarta parte de los votos, lo que puede ser suficiente para acceder al poder en sistemas parlamentarios.
En un artículo publicado hace unos días, Fareed Zakaria recordó que Justin Trudeau y Emmanuel Macron, “dos políticos antipopulistas que parecían prosperar, han recibido sendas palizas”. Cita el derrumbe que sufrió el partido En Marche, del francés, en junio, y el índice de aprobación del canadiense, que ha bajado a 41%. Recuerda también que a pesar de todo lo que se dirimía en la elección pasada en Estados Unidos, en los hechos los demócratas perdieron asientos en la cámara. “La izquierda se regodea de sus recientes victorias, desde Estados Unidos hasta Israel”, finaliza, “pero si no aprende las lecciones correctas, y exagera en su autoconfianza, ese éxito podría ser muy temporal”.
Ahora en Italia gobierna Draghi, pero eso también tiene fecha de caducidad. El ultra Mateo Salvini, quien cerraba los puertos a los migrantes, ha perdido apoyo popular, pero en contraposición está ganando mucho terreno alguien como Giorgia Meloni (ya se habla de que podría llegar a encabezar gobierno), del partido ultraderechista Hermanos de Italia. Meloni, quien no dudaba en acompañar entusiastamente a Steve Bannon en aquella gesta de unificar a los ultras de todo el continente europeo, puede resultar peor que Salvini, porque al parecer no tiene en su ideario detener esos barcos, sino, como ella misma ha tuiteado, “hundirlos”.