Al alcalde de Kiev, presente en Madrid en la cumbre de la OTAN, se le cortó la voz cuando, después de que todos los asistentes pudieran ver imágenes de su ciudad bombardeada, explicaba por qué los ucranianos resisten de la manera en que lo hacen. Los soldados rusos pelean por dinero, nosotros lo hacemos “por nuestras familias y por nuestra patria”, dijo.
El alcalde, Vitali Klitschko, es un hombre fuerte: ganó 15 veces el campeonato mundial de peso pesado (siendo el primer campeón del mundo que además tiene un doctorado). Durante la revolución del Maidán, uno de los muchos intentos de Rusia de influir en la política ucraniana, sobresalía en las manifestaciones, con sus dos metros de estatura. Sin embargo, en ese momento, recordando los miles de muertos entre sus conciudadanos, la emoción lo embargó. Apenas dos días antes un misil había caído en un centro comercial de la ciudad de Kremenchuk, en la hora de mayor tráfico de gente, donde había más de mil personas, mujeres, ancianos, niños, haciendo las compras. “Mariupol: la ciudad entera está destruida. Jarkov, la mitad de la ciudad; y muchas otras están así”. El musculoso hombre lloraba, enfrente del mundo entero, por todo su país, no solo por su ciudad.
La sociedad ucraniana ama el boxeo y a sus atletas. El hermano del alcalde, Wladimir, también excampeón, se unió al ejército de la reserva cuando apenas las tropas rusas amenazaban, en el ahora lejano mes de febrero. Otro campeón, éste de tres categorías distintas, Vasiliy Lomachenko, hizo lo mismo una vez que inició la invasión: viajó de Grecia a Ucrania para alistarse. Algunos han muerto en batalla, como Oleg Prudky, representante de Ucrania en la Serie Mundial de Boxeo; Artem Mosha, campeón nacional y Oleksyi Yanin. Están en una guerra injustificada que mata más de 100 personas cada día.
Una cumbre que ya ha dado muchas cosas para el análisis, en momentos en que el mundo vive una reconfiguración geoestratégica. Antes de iniciar, de último momento, se destrabó el veto de Turquía a la entrada de Suecia y Finlandia a la organización, así que las naciones nórdicas entran como candidatas y se espera que en unos meses, pasen a formar parte de la alianza cuya promesa es que si uno de los socios es atacado, todos los demás responden por él. Pero, ¿en los meses de espera qué puede pasar? ¿Podrían ser atacados los países nórdicos, especialmente Finlandia, antes de que cuente con el escudo que les otorga la OTAN? Reino Unido y Alemania ya han dicho que saldrán al quite ante cualquier agresión rusa.
Las implicaciones son enormes. Vladimir Putin inició la guerra precisamente para detener la entrada (bastante improbable, sino es que imposible) de Ucrania a la OTAN. Su mayor pesadilla era tener mayores fronteras con esa organización (ya las tenía con los países bálticos) y su justificación de la guerra era precisamente la expansión de esa alianza. Se ha estudiado mucho sobre la psicología victimista de Putin y cómo concibe que la OTAN es una amenaza existencial para su país, siendo que la organización es eminentemente defensiva.
El caso es que, tras su brutal incursión, lo que ha logrado es que la OTAN, que apenas hace tres años fuera diagnosticada por Emmanuel Macron con “muerte cerebral”, se ha reinventado, ha alcanzado una vitalidad que no veía en décadas, se ha expandido y ha añadido 1,400 kilómetros a su frontera con Rusia. Y hoy los aliados, que se están comprometiendo a un gasto militar más allá del 2% de su PIB, no muestran fisuras en su convicción de repeler el expansionismo ruso con ayuda militar al país agredido y con sanciones nunca antes vistas. Es inevitable que en la historia militar del futuro se estudie esta incursión como uno de los mayores ejemplos de cómo una actitud agresiva puede producir exactamente el efecto indeseado. Grandioso Putin, conseguiste todo esto.
¿Qué estaba pensando el presidente ruso cuando lanzó su ataque? Que en dos o tres semanas podía tomar Kiev, cambiar el régimen ucraniano y obligarlo a negociar una desmilitarización y una garantía de que nunca se uniría a la OTAN, quedándose además definitivamente con Crimea y aparte el Donbás. ¿Qué le hacía pensar que podía lograrlo? La historia reciente. Rusia ya había intervenido en Georgia sin que la comunidad internacional hiciera gran cosa. Ya había hecho una jugada mayúscula, quedándose con Crimea por la fuerza, sin que hubiera más que unas cuantas sanciones económicas. Pensó que esta vez sería igual. No se dio cuenta de cuánto ofende a la comunidad entera de naciones y a la legalidad internacional que un país fuerte invada a otro más débil, por sus concepciones expansionistas y las muy trasnochadas ideas de “esferas de influencia”.
La reacción rusa ante la solicitud de Finlandia de entrar en la OTAN, en mayo, fue previsiblemente violenta, con amenazas militares e incluso, como es del agrado de los líderes de ese país, nucleares. Sin embargo, cuando se avistaba que sería una realidad, fueron bajando el tono, e incluso insinuaron que eso no les afectaría. Putin tuvo que encajar el mazazo.
La invasión de Ucrania vino a cambiar todo en la geopolítica. Será recordada como el 9-11, la Gran Recesión de 2008/9 o la pandemia: los hitos que cambiaron el rumbo de la historia. La alianza militar que desfallecía hace apenas unos años hoy se ha fortalecido y ha elaborado un nuevo concepto estratégico que incluye a China como amenaza. Si en 2010 había invitado a Rusia a firmar un amistoso tratado estratégico, y si durante muchos años los países del G7 habían establecido intensas relaciones comerciales con Rusia, si la habían invitado a formar parte de su club y si se habían hecho los consumidores principales de su energía, hoy todo eso ha cambiado, y no volverá a ser igual.
Antes del mes de febrero de 2022 el mundo se dirigía quizá hacia un mayor desarme (los europeos, como ellos mismos lo dicen, se habían desacostumbrado a la guerra), hacia mayores tratados de reducción de ojivas nucleares, hacia la reducción de las brechas de desigualdad, hacia una lucha conjunta contra el cambio climático. Hoy se impone un mucho mayor armamentismo en esos países desacostumbrados, y Europa se ha dado cuenta que debe ser un actor de mucho mayor peso en la esfera internacional, incluido lo militar.
Es lo conducente en un mundo que ciertamente cambió. Excepto para quienes quieren seguir viéndolo todo en blanco y negro, con ese pacifismo propio de una eterna adolescencia intelectual. Hace unos días, Jesús Silva-Herzog Márquez citaba a George Orwell, ese apasionado recluta de la Guerra Civil Española, quien en medio de la invasión nazi en Europa gritaba que “el pacifismo” era “objetivamente profascista”. El escritor veía cómo mucha gente trataba de apaciguar y hasta justificar a los nazis, para no provocarlos aún más. En estos días en Madrid el partido Unidas Podemos (el fundado por el de la coletita y los delirios filo-bolivarianos, Pablo Iglesias), de pura alcurnia antisistema, ha llamado “partidos de la guerra” a quienes quieren apoyar a Ucrania con armamento, y ha organizado una marcha “por la paz”.
“Cuba, Nicaragua, Venezuela y Bolivia respaldan al autócrata ruso, quizás porque entienden que Putin no está en contra del fascismo ni de la guerra, sino de la democracia liberal, que también ellos detestan, y Podemos, con sus reacciones instintivas en contra de la OTAN, delata su vínculo originario con estas corrientes”, escribe en El País Carlos Granés. “La destrucción y la muerte no soportan muchas interpretaciones: son lo que son e invitan al silencio más que a la verborrea”, concluye.
La destrucción y la muerte que ha provocado que los voluntarios ucranianos de todas las edades y profesiones, jóvenes, estudiantes, artistas, arquitectos, trabajadores o campesinos, se alisten para combatir. Como Roman Ratushny, el héroe más joven de Ucrania, activista a favor de su ciudad y de las libertades, a sus escasos 24 años, que hizo que todo un país lo llorara al ser asesinado en el frente oriental. Como esos atletas y boxeadores que no dudaron un segundo en dejar sus competencias deportivas para enrolarse y luchar “por sus familias y por su patria”.
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