Antes de 1975, las autoridades sudvietnamitas calculaban que sus efectivos militares superaban por dos a uno a los del norte. Así que había una sensación de que Saigón, la capital, podía resistir. Sin embargo, para abril de ese año, sus fuerzas cayeron en una precipitada desintegración. No habían contado con las deserciones y la poca voluntad de seguir luchando de sus efectivos.
Del otro lado, en Hanói, también habían errado el cálculo, pues pensaban que la conquista de Saigón tomaría dos años. En realidad, en tan solo siete semanas la capital del sur cedería. En las últimas horas, los comunistas hicieron el avance final, mientras cientos de miles de personas intentaban escapar por cualquier medio posible, temerosas de ser enjuiciados sumariamente por haber ayudado al enemigo (cosa que acabaría sucediendo: miles fueron ejecutados o enviados a campos de reeducación).
Al presidente Gerald Ford le avisaron que la situación era insostenible y decidió dirigirse a la nación con estas palabras: “hoy Estados Unidos puede recuperar el sentimiento de orgullo que tenía antes de Vietnam”. Declaró finalizada la guerra y fue ovacionado. Trató de convertir en victoria una histórica derrota, aprovechándose del hartazgo de la opinión pública.
Los comunistas se enteraron también de ese discurso y decidieron el asalto final, sabiendo que ya no les opondrían resistencia. Con el bombardeo de un solo día, dejaron sin vivienda a 5 mil personas. El terror que causaban era total. Exigieron rendición incondicional en 24 horas, con lo que terminó la última esperanza de un acuerdo político. Empezaron los saqueos. Los helicópteros hicieron lo más posible por evacuar no solo a los americanos, sino a los vietnamitas que habían trabajado con ellos.
Miles se arremolinaron frente a la embajada y las rejas estuvieron a punto de ceder. Algunas familias quedaron separadas. Los helicópteros tuvieron que posarse en las azoteas, tanto en la legación como en un edificio en el que se encontraban ciudadanos estadounidenses (del que se tomaron las imágenes que se hicieron famosas), para que subieran las últimas personas.
El 8 de julio de este año, cuando el presidente Joe Biden anunció que Estados Unidos se retiraría finalmente de Afganistán el 11 de septiembre, un periodista le preguntó: “¿ve algún paralelismo entre esta retirada y lo que ocurrió en Vietnam?” No lo dejó terminar: “ninguno en absoluto”. “El talibán no es el ejército de Vietnam del Norte. No son ni remotamente comparables en términos de capacidad. No va a haber ninguna circunstancia en la que veas a la gente siendo levantada del techo de una embajada”. Añadió que la probabilidad de que el talibán “se apoderaran de todo”… era “muy improbable”.
Después de que el domingo el talibán tomara Kabul y que las imágenes de helicópteros posándose en el techo de la embajada ofrecieran el mismo humillante simbolismo que hace 46 años, el secretario de estado Antony Blinken compareció ante la prensa diciendo que no había ningún paralelismo con Saigón. Ante la evidencia, el funcionario parecía mirar a otra parte.
Jim Laurie, el único periodista que ese 30 de abril de 1975 registró la evacuación de la embajada, asegura que el paralelismo es válido, aunque establece una diferencia: “al menos en Vietnam pudieron sacar a 5 mil personas y, después, en total, a unas 20 mil. En Kabul quizá solo sea posible sacar a unas dos mil personas”. Los demás se quedarán atrás, para afrontar al talibán, que lleva meses diciendo que actuará contra los “traidores”. Por lo pronto, las imágenes de personas colgadas de los aviones militares en el aeropuerto de Kabul son espeluznantes.
¿Un talibán aún más radical?
Algunos sostienen la hipótesis de que el talibán actual no es el mismo que el del mulá Omar, quien le dio cobijo a Osama Bin Laden para que desde ahí planeara los ataques del 11-S. Pero eso se basa en simples supuestos. Es verdad que ahora tiene interés en no volverse a aislar y que ha establecido pláticas con gobiernos como el chino, que les promete reconocimiento a cambio de no albergar de nuevo a terroristas que podrían inspirar a los separatistas islámicos de la región de Xinjiang. Pero muchos se preguntan: ¿por qué habrían de cambiar si lo que los ha llevado a la victoria es precisamente su islamismo radical?
El afgano-australiano Saad Mohseni, poseedor de la cadena de televisión Moby, ha dicho repetidamente que el talibán 2.0 no es para nada distinto al de los años 90, y cita los cientos de ataques terroristas y asesinatos selectivos que este grupo ha llevado a cabo a lo largo de los últimos años y meses. Opina, más bien, que su país se convertirá en un imán para los yihadistas del mundo entero. “La relación entre el talibán y Al Qaeda se fortalecerá”, asevera. “Estos tipos van a ser el movimiento islamista más beligerante y arrogante del planeta; serán la Meca para cualquier joven radical de herencia islámica o converso. Van a inspirar a la gente. Es un regalo del cielo para cualquier grupo radical y violento”.
Y no se debe olvidar que en el país operan todo tipo de organizaciones, como el Ejército Islámico del Gran Khorasán, que puede estar detrás del atentado con bomba en mayo de este año frente a una escuela de niñas, en donde murieron 85 personas, la mayoría alumnas.
Lo que los defensores de derechos humanos temen es que una vez más las mujeres entren a un régimen de semiesclavitud, que no puedan salir de sus casas, trabajar y estudiar (ya no se diga bailar, practicar deportes, escuchar música o jugar, por ejemplo, con un papalote, lo cual estaba estrictamente prohibido en el anterior régimen talibán). Temen que regresen los matrimonios forzados de niñas.
¿Acaso es necesario recordar que el talibán ha perpetrado algunos de los actos más inhumanos? ¿Es preciso traer a la memoria el asesinato de Zarmeena en 1998, la madre de siete hijos que fue ejecutada en un estadio ante la mirada de miles de personas? ¿O la aquiescencia del talibán ante el linchamiento de Farkhunda Malikzada, una mujer acusada falsamente de quemar el Corán, en donde la embrutecida muchedumbre actuaba bajo los gritos de “quien no la golpee es infiel”? ¿O el asesinato de más de 140 niños en Peshawar, perpetrado por el grupo Tehrik-e-Taliban Pakistan en 2014, en donde siete terroristas entraron a una escuela y durante seis horas dispararon a todos los estudiantes de entre siete y 17 años?
O quizá debamos recuperar la historia de aquella niña que en 2012, cuando apenas tenía 14 años, recibió un disparo en la cabeza por el crimen de querer estudiar. “Era joven, pero estaba promoviendo la cultura occidental”, dijo a Reuters el portavoz talibán Ehsanullah Ehsan, al atribuir a ese grupo transnacional (opera en Afganistán y Pakistán) la autoría del atentado. Hablaba en tiempo pasado, pensando que la niña había muerto, sin saber que se recuperaría y posteriormente sería Premio Nobel de la Paz.
Cadena de mando, cadena de errores
La lista de decisiones erróneas de Biden hoy parece interminable. Podría haber pospuesto la retirada al menos hasta el inicio del invierno, para que pasara la temporada en que en ese país se ejerce la guerra. Pudo seguir con la limitada presencia militar y el muy reducido número de bajas que ya se tenía. El premio Pulitzer Bret Stephens sostiene esta versión: “cualquier presidente podría haber mantenido esta posición casi indefinidamente, sin perspectivas de derrotar a los talibanes pero tampoco de ser derrotados por ellos, una solución suficientemente buena para una nación que no podíamos permitirnos salvar ni perder”. Ahora, insiste, “después de la reedición de Saigón”, Estados Unidos dejará un vacío geopolítico. Rusia, Irán y China ya están moviendo sus piezas para establecer influencia.
Sus contraargumentos parecen incontestables: “¿que teníamos que abandonar Afganistán en algún momento? Sí, aunque hemos estado en Corea durante 71 años, con un costo mucho mayor, y el mundo es más seguro gracias a ello. ¿Que el gobierno afgano era corrupto e inepto? Sí, pero al menos no masacraba a su gente ni levantaba la bandera de la yihad. ¿Y no son acaso inaceptables las bajas estadounidenses? Sin duda son trágicas. Pero también lo es dilapidar las miles de vidas que ya se perdieron por nada”.
Otra externalidad que se espera son las oleadas masivas de refugiados que llegarán a Europa, que provocarán el ascenso de políticos populistas. “Habrá otros 20 Viktor Orbán”, predice Saad Mohseni. Biden dijo que desde hace mucho se había cumplido el objetivo de que Afganistán no fuera refugio de Al Qaeda, pero con la toma de Kabul es muy posible que esta agrupación, que desde hace años tiene presencia en 15 provincias afganas según un informe de Naciones Unidas, se empodere de nuevo. Un argumento más para afirmar que todos esos años de intervención han servido para poco.
Quizá no haya justicia en la política, pues quien precipitó todo esto fue Donald Trump, quien tuvo la desvergüenza de negociar con una organización terrorista, además de regalarle la fecha específica del repliegue, una ventaja táctica incalculable. Pero la responsabilidad hoy recae no en ese presidente retrógrado y aislacionista, sino en su sucesor, el demócrata de izquierdas, el progresista comprometido con la comunidad internacional que hasta el momento estaba tomando decisiones sensatas.
No hay justicia en la política, cierto, pero la colección de traspiés en la implementación de la retirada no deja terreno para la duda: fue un fracaso total y las consecuencias las pagarán el actual presidente, en particular, y los demócratas en general. A pesar del negacionismo de Blinken, la caída de Kabul quizá sea recordada, lamentablemente, como el Vietnam de Joe Biden.