Lo primero que refuerza esta narrativa es que decenas de millones de personas creen en la Gran Mentira (The Big Lie): que Joe Biden ganó de manera fraudulenta las elecciones de 2020, y varios millones se sienten víctimas de una traición por la cual están dispuestos incluso a actuar de manera violenta, en un país en que los privados poseen más de 300 millones de armas. ¿Qué puede pasar en 2024 si Donald Trump se postula de nuevo para la Casa Blanca y pierde la elección? Se puede desatar la violencia y esta vez tendrá que ser contenida con la fuerza pública, con el altísimo costo político que deberá pagar la administración de Biden y los demócratas en general, y el mayor victimismo de los republicanos, tanto en la calle como en el congreso y las gubernaturas.

Una de las primeras advertencias serias fue la publicación en el Washington Post del ya célebre editorial de tres generales retirados del más alto nivel, titulado “Los militares deben prepararse para una insurrección en 2024”. Desde entonces, se habla abiertamente de la posible “guerra civil” que se prepara para la fecha fatal del 5 de noviembre de ese año.

Los generales (Paul Eaton, Antonio Taguba y Steven Anderson) afirman estar “cada vez más preocupados por la posibilidad de que se produzca un caos letal dentro de nuestro ejército, lo que pondría a la gente en grave peligro”. Explican que uno de cada 10 de los acusados por la insurrección al Capitolio del 6 de enero de 2021 había servido en las fuerzas armadas, y que 124 militares retirados apoyaron ese día la Gran Mentira. Citan el caso del general de brigada Thomas Mancino, comandante de la Guardia Nacional de Oklahoma, quien rechazó una orden de Biden de vacunar a los miembros de la Guardia Nacional, alegando que su comandante en jefe es el gobernador republicano del estado, no el presidente, lo que prefigura una ruptura de la cadena de mando que se podría multiplicar en un momento de crisis. “En una elección disputada, con lealtades divididas, algunos podrían seguir al perdedor trumpiano. Las armas podrían no estar aseguradas, dependiendo de quién las supervise. En tal escenario, no es descabellado decir que una ruptura militar podría llevar a una guerra civil”. Y terminan así: “nos cala hasta los huesos la idea de que un golpe de estado tenga éxito la próxima vez”.

El mismo día en que se cumplía un año del asalto al congreso, The Atlantic publicó en su portada un extenso análisis titulado “El próximo golpe de Trump ya ha comenzado”. El autor, Barton Gellman, sostiene que ese golpe “se basará en la subversión más que en la violencia, aunque cada una tendrá su lugar”, y que, si el complot tiene éxito, los votos no decidirán la presidencia en 2024. “Se tirarán miles de votos, o millones, para producir el efecto requerido. El ganador será declarado perdedor y el perdedor será certificado como presidente. La perspectiva de este colapso democrático no es remota. Las personas con el motivo para hacerlo realidad están fabricando los medios”.

Gellman hace un recuento exhaustivo de cómo se fraguó el intento de golpe del 6 de enero de 21, y cómo la estrategia de los trumpistas, que hoy campean por toda la geografía política de Estados Unidos (y que no tienen nada que ver con los conservadores republicanos de antaño, que aún mantenían un sentido de la decencia) se está reconfigurando para que todos los intentos por torcer la legalidad que ese día fallaron, ahora les favorezcan.

Una mayoría de votantes republicanos jura que el asalto al Capitolio fue orquestado por grupos Antifa, aliados de los demócratas, y por células del FBI que infiltraron agentes para culpar a los conservadores. Ellos son criminales y traidores a la patria y están “forzando a una guerra civil a los patriotas que aman la constitución”. El golpe institucional se prepara a nivel de las autoridades que harán el recuento de los votos, en los tribunales y en las juntas de condado. Los legisladores de muchos de los estados podrían “descertificar” los resultados que no les parezcan, lo que intentaron hacer el 6 de enero de 21 sin éxito, pues aún había gente sensata en puestos clave, los mismos que ahora se están poblando de fanáticos.

También se están reescribiendo las reglas electorales en muchos estados. Con uno solo de los ejemplos que pone Gellman se eriza la piel: el gobernador de Georgia, Brian Kemp, firmó una ley que socava el poder de las autoridades de los condados que gestionan las elecciones. “Ahora, una junta estatal dominada por el Partido Republicano puede anular y tomar el control de los recuentos de votos en cualquier jurisdicción. La junta electoral puede suspender una junta de cualquier condado si considera que ‘no rinde lo suficiente’ y sustituirla por un administrador elegido a dedo. El administrador, a su vez, tendrá la última palabra para “descalificar a los votantes y declarar nulas las papeletas”. La conclusión también resulta macabra: “en lugar de quejarse de las bolas y los strikes, el equipo de Trump será ahora el dueño del réferi”.

En enero de 21, los asesores de Trump intentaron manipular a Mike Pence para que detuviera el recuento electoral, diciéndole que las legislaturas estatales de todo el país estaban a punto de sustituir a los electores que habían votado a Biden por los que votarían a Trump (recordemos que el sistema electoral de ese país es disfuncional y arcaico, y que no existe una autoridad electoral central). No era cierto, pero trataban de ganar tiempo. En 2024 lo intentarán hacer realidad. “La próxima vez que ocurra, habrá abogados competentes para allanar el camino”, apunta Gellman. Su sesudo texto cita las posibles interpretaciones de la constitución que los republicanos podrían argumentar a su favor en diversos escenarios.

Por otro lado, el clima político se envenena cada vez más con las innumerables amenazas contra funcionarios de juntas electorales y legisladores que se atreven a diferir del discurso trumpiano. Para las elecciones de este año, muchos de los candidatos, tanto para el congreso como para las gubernaturas, “han prometido lealtad a la Gran Mentira”. “La retórica airada que compara el 6 de enero con 1776 (representante Lauren Boebert) o los requisitos de vacunas con el Holocausto (representante Brenda Landwehr) produce cientos de amenazas de muerte contra los enemigos percibidos, ya sean demócratas o republicanos”, constata Gellman.

Como sustrato de toda esta violencia verbal está la teoría racista de la gran sustitución, según la cual los blancos serán sustituidos por los negros, latinos y judíos. El día que Trump azuzó a la turba para supuestamente defender la elección, dijo: “nuestro país ha estado bajo asedio durante mucho tiempo; ustedes son el verdadero pueblo, ustedes son la gente que construyó esta nación”.

Robert Pape, director del proyecto de Amenazas a la Seguridad de la Universidad de Chicago, investigó de dónde provenía la gente que asaltó el Capitolio, encontrando que la gran mayoría procedía de condados en los que la población blanca ha disminuido.

Pape ha hecho también el recuento de cuánta gente afirma que seguiría a Trump en una sublevación, y la cifra a la que llegó es nada menos que 21 millones de personas, muchas de ellas organizadas en milicias rabiosamente ideologizadas. Dos tercios de ellos piensan que “los afroamericanos o los hispanos acabarán teniendo más derechos que los blancos”. Estudioso de los conflictos en distintos países, Pape asegura que con una masa crítica aún mucho menor puede prosperar una guerra civil. “Es el apoyo de la comunidad el que crea un manto de legitimidad (un mandato, si se quiere) que justifica la violencia de un grupo más pequeño y comprometido”, escribe.

Otros autores (como Stephen Marche en The Guardian, o David Brooks en el New York Times) argumentan que la guerra civil ya ha comenzado, solo que no la queremos ver. El expresidente Jimmy Carter ha advertido que el país se encuentra en un “auténtico riesgo de conflicto civil”. Algunos, como Barbara Walter, de la Universidad de California, citan estudios que lo confirman. Ella es parte de un panel asesor de la CIA llamado Grupo de Trabajo de Inestabilidad Política, que se encarga de predecir qué países podrían deteriorarse hacia la violencia. La última de sus conclusiones es que uno de los que más alerta causan es… precisamente… el suyo. Según sus estudios, Estados Unidos ya ha pasado por las dos primeras fases: la de preinsurgencia y la de conflicto incipiente, “y solo el tiempo dirá si llega a la fase final, la de insurgencia abierta”.

Hay también autores y académicos (como Monkey Cage, quien realiza un análisis histórico) que indican que es alarmista hablar de una guerra civil, y que mientras más se discuta sobre ello, se puede llegar a una profecía autocumplida. Fintan O’Toole, quien escribe también en The Atlantic, no se llama a engaño y enumera las muchas luces de alarma: que la respuesta a una pandemia se haya convertido en una “zona de combate tribal, que una mitad del sistema bipartidista ha entrado en una fase postdemocrática” y que, de forma única entre los estados desarrollados, “se tolera la existencia de varios cientos de ejércitos privados equipados con armamento de combate”. Aún así, asegura que la idea de una catástrofe inevitable resulta, en sí misma, “inflamatoria y corrosiva”. Gran parte de la derecha estadounidense “se está preparando para la lucha en el sentido más literal”, indica, lo cual es una buena razón para ser muy cautelosos a la hora de hacer afirmaciones.

Otros citan una guerra cultural, más que una armada, o una “guerra civil fría”, que no necesariamente representa una amenaza “existencial” a las instituciones. Argumentan, con razón, que pese a los extremismos, hay una mayoría de moderados. William Gale y Darrell West, de la Brookings Institution, refieren una encuesta que indica que la mitad de la población piensa que se llegará a la guerra civil. No obstante, después del análisis que realizan, llegan a la conclusión de que “no es inevitable”. Pese a ello, concluyen que “es hora de tomar medidas para salvaguardar la democracia y desactivar nuestro actual polvorín”.

Algunos creen que sí se podría caer en una guerra civil, otros que afirmar eso es exagerado y alarmista, y que aún quedan muchos resortes que atenuarían los intentos golpistas. Pero todos sostienen que los pilares de la democracia estadounidense están crujiendo y que en los próximos años estaremos en un punto de inflexión que definirá el futuro no solo de ese país, sino de la civilización entera.

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